EL PLEBISCITO COLOMBIANO,
O LOS RIESGOS DE LA DEMOCRACIA DIRECTA
El pasado referéndum o plebiscito
colombiano, su sorprendente resultado y el modo como se desarrolló la campaña,
permiten reflexionar sobre los riesgos de la democracia directa cuando temas
complejos y de una elevada carga emocional se someten a consulta popular de
carácter binario en la que no cabe más respuesta que el sí o el no.
Las
fórmulas participativas y de democracia directa son variadas (presupuestos
participativos, encuestas deliberativas, jurados ciudadanos,…) y han producido interesantes resultados en el mayor acercamiento de la ciudadanía a la gestión de los
asuntos públicos.
No obstante, son los plebiscitos o
referéndum los que tienen más implicaciones políticas, por lo que suelen ser objeto
de mayor controversia, sobre todo cuando los resultados que provocan no son los
esperados, como fue el caso del Brexit en el Reino Unido o ha sido ahora el
plebiscito sobre los acuerdos de paz en Colombia.
Con objeto de contribuir al
debate sobre la conveniencia y oportunidad de la democracia directa sobre determinados
temas y en contextos donde predominan los sistemas de democracia
representativa, voy a dar algunas opiniones aprovechando la experiencia del
plebiscito colombiano.
La “cuestión
guerrillera” en Colombia
La insurrección guerrillera en
Colombia se explica, entre otras cosas, como reacción popular al pacto
excluyente formalizado en los años 1950 por las élites tradicionales (una
especie de alternancia caciquil entre conservadores y liberales, que ponía fin
a un largo periodo de guerras civiles, bien narrado por García Márquez en una
de las partes de su célebre novela “Cien años de soledad”).
Era aquél un pacto que dejaba
fuera de la participación política a amplias capas de la sociedad colombiana y bloqueaba
cualquier proyecto reformista, condenando a la marginalidad y la pobreza a
vastas áreas del medio rural en las que la concentración de la propiedad de la
tierra había alcanzado elevadas cotas de desigualdad.
La reacción contra el pacto de
las élites políticas tradicionales fue protagonizada entonces por sectores universitarios
urbanos y por grupos campesinos, influidos ambos por la teología de la
liberación, el castrismo y, sobre todo, por el guevarismo y su estrategia
“foquista”, tan en boga en los años 1960 en Latinoamérica.
Ello dio lugar a la
creación de diversos grupos armados (urbanos en unos casos, rurales en otros),
hasta el punto de que, en los años 1980, llegó a haber en Colombia hasta seis organizaciones
guerrilleras, siendo la más importante las FARC.
Después del fracaso de las
estrategias guerrilleras en los países latinoamericanos y de la crisis del
castrismo, tras el desplome soviético y la caída del muro, la gran mayoría de
los movimientos insurgentes acabaron rindiéndose a la acción militar de los
gobiernos e incorporándose a la vida política, en algunos casos con relativo
éxito (por ejemplo, en Salvador o en Uruguay).
Colombia sería la excepción,
sólo explicable por su compleja orografía y por la ausencia de poder estatal y
de políticas públicas en amplias zonas afectadas por la más extrema pobreza (y
en las que la guerrilla se convirtió en un poder de facto), a lo que habría que
añadir la posterior imbricación de las organizaciones guerrilleras con el
narcotráfico (su gran fuente de ingresos económicos).
Tras los efectos del llamado Plan
Colombia (bajo la presidencia de Alvaro Uribe), con una importante ayuda
económica y militar de los EE.UU., los movimientos guerrilleros fueron
debilitándose hasta alcanzar ese punto en el que buscaban una salida a una situación
ya insostenible (en los años 80 ya había emprendido ese camino el movimiento guerrillero
M19, cuyos líderes se incorporaron sin problemas a la vida civil y política).
En ese contexto de acoso militar,
influido sin duda por el favorable escenario de la apertura cubana y la
presidencia de Obama, el gobierno liberal de J. Manuel Santos emprende unas
negociaciones de paz con las FARC, el más importante, aunque no el único, de
los movimientos guerrilleros que quedaban en Colombia y que, si bien
debilitado, no había sido derrotado por el ejército.
Tras varios años de
encuentros y de sucesivos altibajos, las negociaciones finalizaron con la firma
de los acuerdos de La Habana el pasado 26 de septiembre ante la comunidad
internacional.
La complejidad
de los acuerdos de La Habana y el recurso al plebiscito
Los acuerdos de La Habana son de
una enorme complejidad, incluyendo medidas que provocaron gran controversia en
la sociedad colombiana (principalmente, el tema de la justicia transicional y
el cupo garantizado de escaños para facilitar la participación política de los
antiguos guerrilleros).
Ante la complejidad del tema y la
carga emocional que arrastra un conflicto que se ha cobrado miles de víctimas
en sus 50 años de historia, cabe preguntarse si era conveniente someter ese
tipo de acuerdos a un referéndum, si no estaría corriendo un riesgo innecesario
el proceso de paz y si no habría sido mejor limitarse a aprobarlos en sede
parlamentaria.
Como había ocurrido con el Brexit británico, ese tipo de
plebiscitos no parece que sea el método más adecuado para decidir sobre temas
complejos, ya que es fácil que se contaminen con otros asuntos, y que, en torno
a ellos, acabe imponiéndose el apasionamiento sobre la razón.
Para los negociadores de los
acuerdos de paz, recurrir al referéndum se justificaba porque era darle a lo
acordado un plus de legitimidad, superior al que pudiera otorgarle su
aprobación parlamentaria. Además, se buscaba con el referéndum incorporar a la
Constitución colombiana el contenido de las 297 páginas de los acuerdos,
incluyendo algunas medidas de difícil encaje constitucional.
Aun así no parecían convincentes
esas razones por cuanto significaban forzar una reforma constitucional mediante
un referéndum al que se le había rebajado al 15% el porcentaje de participación
necesario para que sus resultados fueran considerados jurídicamente válidos, al
preverse una elevada abstención. Con una exigencia tan baja de participación, sería
bastante escaso el plus de legitimidad que el referéndum pudiera darle a los
acuerdos de paz.
El riesgo que se corría con la consulta superaba los posibles
beneficios que el referéndum podría proporcionarle a un proceso de paz tan
complejo y laborioso, y a una negociación que tanto esfuerzo y renuncia había
exigido a todas las partes implicadas.
Ahora, tenemos el resultado de un
referéndum en el que ha ganado el No (por la escasa diferencia de algo más de
50.000 votos) y donde se ha dado el más bajo nivel de participación de los
últimos veinte años de Colombia (no ha llegado al 40%, influido por los efectos
del huracán Matthews en algunas zonas).
Más allá de las explicaciones que den
los especialistas al resultado, no cabe duda de que ha sido un fracaso para los
promotores de la consulta, además de un fiasco para el conjunto del país por lo
que supone de división interna, dejando una situación grave y difícil de
gestionar.
Una sociedad
polarizada
Durante la campaña del referéndum,
el masivo apoyo internacional al proceso de paz, con implicación directa de
organismos como la FAO (con un artículo firmado por su director general el
brasileño José Graziano da Silva), de cantantes como Juanes y Carlos Vives, de
deportistas como el ciclista Nairo Quintana y el futbolista Falcao o de
escritores como Vargas Llosa (que fue interpelado en una interesante carta
abierta por su amigo colombiano el también escritor Plinio Apuleyo Mendoza),
trasladaba la impresión de que era mayoritaria en Colombia la opinión favorable
a los acuerdos con las FARC.
En términos ético-normativos, se
había construido un relato en el que la razón y el bien parecían estar de parte
del presidente Santos y de los partidarios del Sí, mientras que la sinrazón y
el mal se les atribuían al expresidente Uribe y a los que defendían el No en el
referéndum.
En un escenario así dibujado, donde de manera tan simplificada se
planteaba el referéndum colombiano como una lucha entre el Bien y el Mal, era
fácil caer en el espejismo de que vencería el Sí, es decir, los representantes
del Bien. La sorprendente escenificación de los acuerdos en un solemne acto
previo al referéndum (con la presencia de altos mandatarios internacionales,
todos vestidos de blanco) contribuyó a la euforia del Sí, aunque, viéndolo, cabía
pensar si no se estaba vendiendo la piel del oso antes de cazarlo.
Por eso, cuando se supo la
noticia (inesperada) de que la victoria había correspondido a los partidarios
del No, la primera reacción ha sido preguntarnos ¿cómo ha podido ocurrir esto?,
¿se han vuelto locos los colombianos?.
Sin embargo, la realidad es que no
era todo tan simple, sino mucho más complicado y lleno de matices y paradojas. Debajo
de la imagen idílica que se había construido sobre un país al que se le suponía cabalgando a lomos de un caballo blanco hacia la paz, había la realidad de una sociedad
colombiana que estaba ya bastante polarizada desde hacía varios años y que
ahora se polarizaba aún más en torno a un tema cargado de emoción y
resentimiento y donde se mezclaban afanes de venganza y revanchismo con actitudes
sinceras de reconciliación.
Junto a los admirables y bien publicitados
testimonios de perdón por parte de víctimas de la violencia provocada por las
FARC, había también actitudes no tan proclives al olvido ni tan dispuestas al
perdón, pero eran testimonios que apenas habían ocupado el foco de atención de los
medios internacionales de comunicación.
Cuando el sábado, último día de
campaña, se lee la entrevista que, casi a deshora y como disculpándose, le hizo
el diario El País al diputado Iván Duque (responsable de la campaña de los
partidarios del No), uno se da cuenta de la complejidad de la situación y de
que no era tan segura la victoria del Sí.
Son interesantes las razones (nada malévolas)
que éste esgrimía para oponerse a los acuerdos de paz (la seguridad jurídica,
la impunidad, la ausencia de pena carcelaria por delitos de sangre, la
interpretación forzada del texto constitucional, la concesión de curules en el
Congreso colombiano,…). Llamaba también la atención su último comentario, en el
que decía que, fuera cual fuese el resultado del referéndum, su principal
efecto sería haber dividido a la sociedad colombiana, si bien obviaba el hecho
de que su propio partido (el uribista Centro Democrático) era el que más había
contribuido a esa polarización.
La
democracia directa y sus riesgos
La experiencia del plebiscito de
Colombia y su desenlace, es una buena oportunidad para reflexionar sobre si era
necesario provocar aún más división en la sociedad recurriendo a métodos de
democracia directa cuando la democracia representativa tiene vías suficientes
para legitimar las decisiones de los representantes políticos, sobre todo si
estamos ante cuestiones complejas.
Además, como ha ocurrido en otros
referéndums, sabemos de los riesgos de este tipo de plebiscitos, que se llenan
de burdas simplificaciones proclives a las medias verdades y la mentira, y que
se contaminan fácilmente con otros temas, como el malestar por la situación
económica, el desgaste del gobierno que los convoca o las propias estrategias
particularistas de los partidos políticos.
Todo eso ha sucedido en Colombia,
donde dirigentes, como el presidente Santos, el procurador (fiscal) general del
estado Ordóñez, el vicepresidente Germán Vargas y el propio Uribe, han
aprovechado el referéndum para medir sus respectivas agendas políticas.
Ésa es la enseñanza que, junto al
Brexit, nos da el plebiscito colombiano. A veces, en demasiadas ocasiones, la
política, que debería servir para la resolución de los problemas de los
ciudadanos, provoca el efecto contrario, y acaba agravándolos, cuando los
políticos, impulsados por buenas intenciones o por perversos cálculos
electoralistas, deciden sobre temas complejos recurrir a métodos de democracia
directa haciendo dejación de sus responsabilidades como representantes elegidos.
De ese modo, se termina
denostando los métodos participativos en general, sin diferenciar unos de otros
y sin tener en cuenta que, bien utilizados, son de gran utilidad para conocer
la opinión de los ciudadanos sobre determinadas cuestiones políticas y para
implicar a la ciudadanía en la gestión de los asuntos públicos.