LA AGONÍA DE DILMA
La situación política de Brasil es grave, pero, en
contra de lo que pudiera parecer, su gravedad no radica en el tema de la
corrupción política. Sus causas son más profundas.
Hay que recordar que la
corrupción es consustancial a todo sistema político, ya que la codicia forma parte de la naturaleza humana (de ahí, la necesidad de vigilarla estrechamente). En democracia, la corrupción es un problema que los ciudadanos toleran
cuando las cosas van bien, pero se muestran implacables con ella cuando en momentos
de crisis económica la clase política no es capaz de satisfacer las demandas de
la población en materia de empleo, bienestar y seguridad.
Es grave el caso “lava á jato”
(en alusión al lavadero de coches de una estación de servicio donde se destapó
el escándalo de Petrobras, la más importante empresa pública brasileña). Pero no es más grave que los casos españoles de los “papeles de Bárcenas”, las operaciones Púnica
(Madrid) y Taula (Valencia), el caso de los EREs (Andalucía) o el caso Noos (que
implica a la Casa Real).
El problema radica en el modo como responden las
instituciones democráticas a estos escándalos de corrupción política. Si las instituciones democráticas funcionan bien,
los casos de corrupción serán denunciados, perseguidos y juzgados, sin que
supongan una amenaza al sistema democrático. El problema es cuando las
instituciones se resquebrajan y la democracia no es suficientemente sólida para
hacer frente a esas situaciones. Eso es lo que está ocurriendo en Brasil, donde
las instituciones de su joven y frágil democracia (sólo treinta años desde que
se iniciara la transición democrática a
mediados de los años 80) no están superando el “test de esfuerzo” a que son
sometidas. La gravedad de la situación brasileña radica, por tanto, en el
problema de gobernabilidad que se ha generado con la corrupción política.
Para que una democracia funcione, debe haber una
clara separación de poderes, y las instituciones tienen que garantizar la
gobernabilidad: es decir, que el gobierno pueda ejercer sus funciones
ejecutivas; el parlamento, sus tareas
legislativas y de control político, y el poder judicial su función de velar por
la legalidad de los actos públicos. Nada de eso está funcionando correctamente
en Brasil, y es lo que explica la crisis que se ha instalado en su sistema
político, agravada aún más por una fuerte recesión económica. Me propongo en
este breve artículo aportar alguna información que nos ayude a entender la
compleja situación brasileña.
Un gobierno
débil con un parlamento muy fragmentado
Empecemos por las funciones del poder ejecutivo.
Lejos de lo que se pudiera pensar, Dilma
no preside un gobierno homogéneo, apoyado por su partido (Partido de los Trabajadores,
PT), sino un gobierno multipartidista en el que cada ministro representa a distintas
facciones parlamentarias. Las últimas elecciones presidenciales (octubre 2014)
arrojaron un resultado muy apretado (Dilma Rousseff obtuvo el 51,64% de los votos, y Aecio Neves el 48,36%), y las legislativas dieron lugar a una cámara de
diputados fragmentada en 22 partidos políticos (algunos de ellos unipersonales)
como resultado de las perversiones de un viejo sistema electoral de listas
abiertas que se remonta a los años 40s y que necesita una urgente reforma. En
una Cámara de 513 diputados, el PT sólo tiene 70, por lo que Dilma ha tenido que
pactar la composición de su gobierno con varios partidos que atraviesan todo el
arco parlamentario (PMDB, con 66 diputados; PP, con 36; PR, con 34; PRB, con 21;
PSD, con 37; PCB, con 10), además de con los llamados partidos “nanicos”
(enanos, por tener sólo un diputado). Cada uno de esos partidos del bloque
gubernamental tiene una cuota de ministros en el gobierno de Dilma. De hecho, el vicepresidente Michel Temer no es del PT, sino del PMDB..
A diferencia de lo que ocurre en los regímenes
parlamentarios de listas cerradas, los partidos brasileños no ejercen
disciplina de voto sobre sus diputados, sino que cada diputado vota según sus
intereses personales: ser reelegido por su circunscripción, o satisfacer las
demandas de grupos económicos (como las “empreiteiras”, empresas constructoras
que participan en las grandes obras públicas). El sistema de partidos entra así
en un juego de clientelismo político de resultados imprevisibles. El caso
brasileño es un ejemplo evidente de perversión de los sistemas
presidencialistas cuando no se dispone de un sistema de partidos estable capaz
de respaldar las políticas acordadas desde el poder ejecutivo. Lo que está
ocurriendo ahora en Brasil (pero también lo que ocurrió en los meses previos al
golpe de estado de 1964) muestra las debilidades del sistema presidencialista,
la perversión del sistema electoral (que favorece la fragmentación parlamentaria) y la incapacidad de las instituciones de
asegurar la gobernabilidad.
Durante los primeros mandatos de Lula, el PT, sin
tener la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, era, con diferencia, el
partido con mayor número de escaños, siendo entonces el único partido brasileño
internamente cohesionado y con disciplina de voto entre sus diputados. Eso, más
el carisma de Lula como líder indiscutible, tras su primera y arrolladora
victoria en 2002 y su segunda, menos aplastante, de 2006, le dio a su gobierno
la estabilidad suficiente para aplicar las políticas reformistas de claro
contenido socialdemócrata que caracterizaron sus dos mandatos (con el programa
“Fome Zero”, como estrella) y que dieron “voz” a las clases más desfavorecidas,
disminuyendo la desigualdad y reduciendo sensiblemente los elevados niveles de pobreza
existentes en Brasil.
Además, la bonanza económica, con unos elevados
precios del petróleo que llenaban las arcas de la empresa pública Petrobras,
permitía al gobierno disponer de recursos para financiar sus políticas sociales
sin tener que abordar una verdadera reforma fiscal que redujera la flagrante
desigualdad social existente en Brasil. Además, en esa época de crecimiento,
hubo facilidad de llenar las arcas públicas con la venta de commodities (por ejemplo, soja y
minerales de hierro), lo que hizo que los gobiernos “petistas” no se ocuparan
de cambiar el modelo productivo ni de apostar por la industrialización.
En ese
contexto, Petrobras continuó siendo utilizada por el gobierno como mecanismo de
engrase de la maquinaria clientelar, una función que habían venido ejerciendo todos
los gobiernos brasileños desde el comienzo de la democracia como forma de
comprar apoyos políticos que garantizasen la estabilidad. Asimismo, Petrobras continuó
utilizándose como pantalla para la financiación de los partidos por parte de las
grandes empresas beneficiarias de los contratos públicos (empreiteiras) mediante una red de flagrante corrupción extendida a
todo el sistema político brasileño.
Los problemas
de Dilma
Dilma supo aprovechar esa inercia en su primer
mandato presidencial, pero no ha podido aprovecharla en el segundo, que, debido
a su precaria victoria, se le está convirtiendo en un auténtico “calvario” y en
una larga agonía. En este segundo mandato, Dilma ha tenido que afrontar
diversos problemas que le están estallando en una especie de “tormenta
perfecta” que amenaza con llevársela por delante, con el riesgo adicional de
que la democracia brasileña pueda sufrir un daño irreparable.
El primero de esos problemas es la ya comentada
debilidad de su apoyo parlamentario, con un PT en claro retroceso y con una
grave crisis de legitimidad ante la ciudadanía, debido a los casos de
corrupción en que se han visto implicados muchos de sus dirigentes intermedios, aunque no la presidenta Dilma. El segundo problema es el de la recesión económica, que ha hecho caer el PIB en
más del 5% en los dos últimos años, con lo que eso significa de aumento de la
tasa de desempleo y de recortes del gasto público en temas tan sensibles como
el de las políticas sociales. El tercer problema es el haber salido a la luz la
corrupción institucionalizada en Petrobras, desvelando, a través de la citada operación
“lava jato”, los nombres de políticos de todo signo (entre ellos los del PT, el
partido de Dilma). En esa situación, Petrobras no ha podido seguir ejerciendo
su tradicional función de engrasar la maquinaria clientelar de todo el sistema
político brasileño, provocando una auténtica combustión.
Hay otro problema, que es de tipo personal, y tiene
que ver con el propio agotamiento de la figura de Dilma. Buena gestora cuando
fue la mano derecha de Lula en sus gobiernos, ha demostrado, sin embargo, como
Presidenta carecer del liderazgo suficiente para asegurar la cohesión interna en
las filas de un PT cada vez más dividido y tensionado. Asimismo, no ha mostrado
tener el carisma necesario para seguir manteniendo el apoyo y la confianza del
amplio electorado “petista”, un electorado constituido por las clases populares
y por sectores de la burguesía ilustrada y de las clases medias progresistas de
Brasil, hoy bastante decepcionados con el modo como se han comportado los
dirigentes del PT en los distintos niveles de gobierno. Tampoco ha mostrado la "cintura" política" que se precisa para gestionar un apoyo parlamentario tan heterogéneo como el que hasta ahora ha mantenido a su gobierno.
El quinto problema tiene que ver con la estrategia
antisistema de la derecha (política, económica y mediática). Ante la
frustración por no haber logrado el poder que creía a su alcance en las pasadas
elecciones presidenciales, la derecha no está teniendo ningún escrúpulo en
activar métodos que rozan la ilegalidad, utilizando el poder judicial con fines
políticos con tal de eliminar a Dilma con un impeachment antes de que finalice su mandato y con tal de evitar
que su “odioso” y “temido” Lula vuelva a presentarse como candidato en las
elecciones de 2018. En ese contexto de “todo vale” con tal de desbancar a Dilma
del poder, el modo como el “juez estrella” Sergio Moro está llevando la citada
operación “lava jato” borda la ilegalidad, filtrando a su antojo informaciones
a los medios de comunicación de la poderosa red Globo y difundiendo sólo los casos de corrupción de la empresa
Petrobras que afectan a políticos del PT y del entorno de Lula y Dilma.
Una situación de falta de gobernabilidad
Todo eso hace que los poderes ejecutivo,
legislativo y judicial hayan perdido su necesaria independencia en Brasil,
actuando de forma interrelacionada en un choque institucional de consecuencia
imprevisibles. El poder ejecutivo actúa a la defensiva, utilizando los resortes
políticos para proteger a la presidenta y al propio Lula (de ahí su cuestionable
nombramiento como ministro de la presidencia). El poder legislativo está
paralizado por las disputas internas entre la miríada de grupos que componen la
Cámara de Diputados y el Senado, y que intervienen en el impeachment de la presidenta Dilma. Y el
poder judicial ha entrado en una perversa dinámica de politización de uno u
otro signo, perdiendo credibilidad y legitimidad como la institución independiente que debe ser en todo sistema democrático.
El resultado más grave de todo esto no es la
polarización política, que es algo habitual hasta en las más consolidadas
democracias (pensemos en la actual polarización política en los EE.UU. o en
Francia), sino la fractura que se ha producido en la propia sociedad civil
brasileña, y que los partidos políticos no hacen más que exacerbar. Estamos,
por tanto, ante una situación de falta de gobernabilidad, y es ahí donde radica
la gravedad del momento por el que atraviesa Brasil.
Te felicito por tu visión y tis reflexiones sobre la corrupción en general
ResponderEliminarGracias José. Aprovecho para saludarte.
ResponderEliminarMagnífico...como siempre ayudas a reflexionar y no sólo sobre lo que pasa en Brasil.
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