EL ACUERDO DE ASOCIACIÓN TRANSATLÁNTICA
ENTRE LA UNION EUROPEA Y LOS ESTADOS UNIDOS DE AMERICA
Eduardo Moyano Estrada
Hace unos meses culminaron
las negociaciones sobre el Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP) entre los EE.UU.
y once países del Pacífico (entre ellos economías tan importantes como la de
Japón, Australia, Singapur, Canadá o México). Ahora se está en la fase final
del Acuerdo entre la Unión Europea y los EE.UU. (TTIP), que, si se logra, permitiría
crear la mayor zona de libre comercio, ya que ambas potencias económicas representan
más del 50% del PIB mundial, más de un tercio del comercio internacional de
bienes y servicios, y 800 millones de consumidores.
La negociación sobre
el TTIP partió de una iniciativa del Presidente Obama, y se planteó con el objetivo
de establecer una zona de libre comercio UE-EE.UU., que superara el punto
muerto al que se había llegado en la ronda de Doha de la OMC (Organización
Mundial del Comercio). Prueba de ello es el interés personal del propio Obama
en que se pueda firmar un primer acuerdo antes de que finalice su mandato
presidencial, interés reflejado en su reciente viaje a Europa.
Sin embargo, con el
transcurso de las negociaciones, el TTIP se ha ido convirtiendo en un proyecto que
no sólo trata de cuestiones comerciales, sino que también incorpora temas de
mayor importancia, lo que dificulta el acuerdo. Temas como la armonización de
normas, la homologación de exigencias administrativas, la coordinación de leyes
para facilitar el comercio y la inversión, o la creación de especiales
instancias judiciales, son asuntos de gran calado que están provocando un
intenso debate tanto desde el lado europeo, como del norteamericano, manifestándose
posiciones a favor y en contra del mismo.
Así, en el debate del
Parlamento Europeo sobre el Informe Lange (en junio pasado), se manifestaron en
contra grupos de la izquierda (diputados de IU y Podemos y algunos socialistas),
pero también Los Verdes y grupos ultranacionalistas (como el Frente Nacional
francés). Por su parte, populares, conservadores, liberales y la mayor parte de
los socialistas (entre ellos, los del PSOE) manifestaron su apoyo. En la parte
norteamericana, los sindicatos y sectores del Partido Demócrata (los vinculados
a Sanders) están claramente en contra del TTIP (no así Hilary Clinton, que
mantiene una actitud ambigua ante el riesgo de que apoyarlo le suponga un alto
coste electoral). Donald Trump, candidato del Partido Republicano, también se
ha manifestado en contra, aunque más por ser un legado de Obama que por ser
contrario al acuerdo comercial con la UE.
Los detractores (que han ampliado su base de apoyo con movimientos sociales como ATTAC, Vía Campesina o Greenpeace), consideran que el TTIP no es necesario, ya que los aranceles son ya muy bajos
en las relaciones comerciales entre los EE.UU. y la UE. Ven en el acuerdo los
intereses de las grandes empresas norteamericanas por entrar en Europa e
imponer sus estrategias de privatización de servicios públicos y de rebaja de
las exigencias ambientales (en asuntos como los transgénicos o el fracking),
por citar sólo algunas de las críticas. Además, consideran que se está tratando
con total secretismo asuntos que afectan al funcionamiento del sistema
democrático, como la propuesta de crear instancias extrajudiciales (ISDS) para
dirimir posibles conflictos entre empresas y gobiernos.
Los favorables al TTIP
entienden que, en el actual contexto de capitalismo global, ya no es posible
que un país pueda ser viable replegándose sobre sus propios mercados internos,
siendo necesario establecer alianzas comerciales para no caer en el aislamiento
o en la insignificancia económica. Además, consideran que la economía europea
está perdiendo peso en el conjunto de la economía mundial ante la competencia
de otras economías emergentes. En su opinión, es necesario establecer una
alianza comercial con los EE.UU., percibido como el mejor socio que puede tener
la UE, tanto por razones políticas (sistemas democráticos similares, alianzas
militares comunes), como económicas (sistemas de mercado y economías muy
parejas) y culturales (valores ético-normativos comunes). A ello añaden que una
posible asociación transatlántica neutralizaría la tendencia reciente de los
EE.UU. a volcarse en el área del Pacífico (recordemos que ya se ha firmado el
citado acuerdo transpacífico TPP), y haría que los gobiernos y agentes
económicos norteamericanos volvieran a interesarse por los temas y socios
europeos en un momento en que se reactivan las tensiones internacionales según
la lógica de una nueva “guerra fría” entre grandes bloques.
Este es el tablero del
juego. Por ahora lo que tenemos es un proceso de negociación del que se van sabiendo
algunos detalles, pero que sólo se conocerá en su totalidad cuando finalice el
trabajo de la comisión negociadora UE-EE.UU. y se haga público el proyecto
definitivo. Entonces el proceso seguirá su curso en las instancias políticas de
cada parte. En la UE, el acuerdo deberá ser aprobado por el Parlamento Europeo
y el Consejo, y, en algunos Estados, tendrá incluso que ratificarlo sus
parlamentos nacionales en un momento que no es precisamente el mejor para
generar consensos políticos dada la creciente polarización. De hecho, el
presidente Hollande ya ha amenazado con vetar el acuerdo sobre el TTIP si va en
contra de los intereses franceses, ante el temor de que la bandera del
proteccionismo la enarbole la ultraderechista Marine Le Pen. Por parte de los EE.UU.,
el acuerdo deberá pasar por el Congreso, en plena campaña presidencial, lo que
puede retrasar su ratificación.
Sea como fuere,
estamos ante un asunto de gran importancia para la UE, sobre el que los gobiernos
deberían esmerarse en informar a sus respectivos parlamentos y en ofrecer la
máxima transparencia posible a sus ciudadanos. Sólo así se podrá lograr el
apoyo inicial de la ciudadanía europea, neutralizando el rechazo general que
este tipo de acuerdos conlleva (sobre todo, si es con los
EE.UU., dado el sentimiento antinorteamericano de ciertos sectores de la
opinión pública europea).
Los acuerdos de libre
comercio no pueden ser nunca un fin en sí mismos, sino un medio para mejorar el
bienestar de la población. Por eso, si bien las negociaciones sobre el TTIP
pueden valorarse como algo positivo por ser una vía para avanzar en las
relaciones económicas con los EE.UU., habrá que estar alerta para ver cómo se
va concretando el acuerdo y comprobar si lo acordado afecta, y en qué medida, al modelo económico y social europeo. Además, hay que valorar si la entrada en vigor de un
acuerdo como el TTIP tendrá efectos negativos sobre las relaciones comerciales
que mantiene la UE con terceros países. No obstante, hay fórmulas para evitar
que un acuerdo de esa naturaleza tenga efectos perniciosos en sectores
sensibles, como es el caso del sector cultural o de algunos subsectores
agrícolas, donde sería necesario el establecimiento de cláusulas de
salvaguardia o simplemente dejarlos fuera del acuerdo en una primera fase.
En todo caso, creo que rechazar, por principios, la posibilidad de que la UE alcance una ambiciosa alianza económica
con los EE.UU. (su socio natural) sería fruto de un prejuicio difícil de
sostener. La negociación está abierta, y nuestra misión como ciudadanos es hacer llegar, tanto a nivel individual como a través del movimiento asociativo, nuestros puntos de
vista a los parlamentos y a la Comisión Europea sobre los distintos temas del TTIP, sin descartar recurrir a la movilización
si creemos que nuestras peticiones no están siendo atendidas. La voz última
será, como he señalado, la del Parlamento Europeo, que tendrá la oportunidad de
aprobar o rechazar el texto final que le presente el Consejo de Ministros de la
UE, de acuerdo con lo establecido en el proceso de codecisión.
(una versión algo más amplia de este artículo fue publicada en "Alternativas Económicas" en el mes de febrero de este año 2016)
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