domingo, 27 de noviembre de 2016

SOBRE  EL  SALARIO  MINIMO  INTERPROFESIONAL 
Y  EL  COMPLEMENTO  SALARIAL  GARANTIZADO

(actualizado a 2 de diciembre de 2016)

El pasado mes de noviembre el pleno del Congreso de los Diputados aprobó (con el apoyo de PSOE, Podemos y nacionalistas) la tramitación de una proposición de ley para subir el SMI (salario mínimo interprofesional), desde los actuales 655,20 euros mensuales hasta 800 euros en 2018 y a 1.000 euros al final de la legislatura. Es decir, un aumento del 40% en cuatro años.

Dadas las discrepancias entre los grupos políticos respecto a este tema, la proposición tendrá que seguir un largo y complicado proceso de presentación de enmiendas en la correspondiente comisión parlamentaria, que ocupará todo el año próximo.

Mientras tanto, y a la espera de lo que pueda suceder en la tramitación parlamentaria de la citada proposición de ley, el PP y el PSOE han acordado una subida más moderada del SMI, aumentándolo un 8% para 2017, lo que lo situaría en 707,6 euros mensuales.

Los que apoyan la fuerte subida del 40% en el SMI consideran que contribuirá a disminuir la desigualdad, aumentar el consumo, activar la economía y, de paso, incrementar el volumen de las cotizaciones a la Seguridad Social. Por el contrario, los que la rechazan, señalan que la economía española no puede soportar una subida de tal magnitud, ya que repercutiría en los costes laborales de las empresas y le haría disminuir su competitividad.

Más allá del tema concreto de la subida del SMI y ante la evidencia de que, debido a los bajos salarios, estar hoy empleado no siempre asegura a los trabajadores unas condiciones dignas de vida, la proposición de ley es una buena oportunidad para abrir un debate sobre la conveniencia de introducir en nuestro país sistemas de protección que garanticen una renta mínima a los ciudadanos para así reducir la pobreza y la desigualdad.

No pretendo en este breve artículo abordar en su totalidad un tema tan complejo como éste, sino sólo centrarme en un aspecto del mismo, que, por cierto, se viene aplicando desde hace años en algunos países europeos y en los Estados Unidos. Me refiero a la posibilidad de conceder, con cargo a los presupuestos generales del Estado, un complemento salarial a las personas cuyos salarios estén por debajo de un determinado nivel, abonándose justo en el momento de la declaración del IRPF, como una especie de "impuesto negativo de la renta". El análisis de otras fórmulas más extensivas de protección social, como la “renta básica” (dirigida a todos los ciudadanos, estén o no trabajando), las dejo para otra ocasión.

El debate es interesante, ya que combina, al menos, tres cuestiones: los costes laborales de las empresas; el poder adquisitivo de los trabajadores cuyos ingresos proceden de los salarios, y la financiación del sistema de pensiones. Para profundizar en ello, cabe hacer algunas observaciones.

En primer lugar, parece claro que, actualmente, mientras no cambie su modelo productivo (y eso lleva su tiempo), la mayor parte de la economía española sólo es competitiva reduciendo los costes laborales de las empresas. Y no sólo en sectores, como el agro-alimentario y el turístico, que se basan en la contratación de mano de obra muy poco cualificada, sino también en sectores escasamente cualificados de la manufactura y bienes de equipo. Esto es una evidencia que no sólo afecta a la economía española, sino que cabe extender a otras economías europeas, en las que se han implantado “minijobs” cuyos salarios apenas superan los 500 euros mensuales.

Se podría responder a esto diciendo que la competitividad de las empresas no sólo depende de los costes laborales, sino de otros tipos de costes (energéticos, de producción, financieros, organizativos, comerciales,…) incluyendo los beneficios empresariales, y que habría que actuar también sobre éstos y no sólo sobre los salarios (eso es lo que opina, por ejemplo, algunos empresarios, como Antonio Catalán, de la cadena hotelera AC by Marriot).

Sin embargo, es un hecho que, tras la reforma laboral, la asimetría de las relaciones laborales en el seno de las empresas (sobre todo, en las pequeñas y medianas) se ha visto acentuada por la reducción del papel de los sindicatos y la negociación colectiva, debilitándose, hasta situaciones inimaginables hace unos años, la posición de los trabajadores en el actual escenario de deregulación y alto nivel de paro. Eso explica que, en ese contexto, la decisión de reducir (o no aumentar) los salarios sea mucho más tentadora para las empresas que controlar los beneficios, siendo aquélla la estrategia elegida con más frecuencia, lo que no quiere decir que sea la más adecuada a medio plazo.

Por eso, no son pocos los expertos que opinan que, si bien es necesario subir el SMI, no es conveniente hacerlo hasta un nivel tan elevado, como el que se propone en la citada proposición de ley, ya que eso provocaría que muchas empresas recurran a la contratación parcial/temporal o incluso al despido de trabajadores (dado lo mucho que la reforma laboral ha abaratado las indemnizaciones). Añaden, además, que, en la realidad actual de nuestro mercado laboral, muchos trabajadores son remunerados por debajo del SMI, sobre todo en pequeñas empresas que no están reguladas por convenio, por lo que la subida tendría un efecto menor del esperado.

En segundo lugar, cabe señalar que el poder adquisitivo de las familias no sólo depende de los ingresos salariales, sino de otros ingresos, sean directos (intereses del capital mobiliario, pensiones, subsidios varios, ayudas agrícolas,…) o sean indirectos (prestación de los servicios de educación y sanidad, costes subvencionados del servicio de transporte,…). Por tanto, una persona que gane un salario bajo puede tener unas condiciones de vida dignas y mantener su poder adquisitivo, siempre que reciba ingresos de otras fuentes de renta (directas/indirectas, públicas/privadas). De ahí cabe deducir que el poder adquisitivo no depende exclusivamente del salario, y que una subida del SMI, siendo necesaria, no es el único factor que influye en ello.

En tercer lugar, y respecto al tema de la financiación del sistema de pensiones, puede señalarse que, si bien se basa actualmente en las cotizaciones asociadas a los salarios, no tiene por qué ser así. Puede haber otras fórmulas, como financiarlo parcialmente mediante impuestos (es decir, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado), algo que ya ha sugerido el propio gobierno en la comisión parlamentaria del Pacto de Toledo reunida el pasado miércoles 23 de noviembre al afirmar su disposición a asumir algunas pensiones (viudedad y orfandad) o los 9.200 millones de la llamada “tarifa plana” de reducción de cotizaciones. Lo que parece claro es que por mucho que crezca la economía española y de la manera que lo está haciendo (con contratos temporales y bajos salarios), el sistema de pensiones tendrá que financiarse con un mix de cotizaciones e impuestos. Por eso, si bien la incidencia de una subida del SMI en la recaudación de la Seguridad Social es evidente, sus efectos en la sostenibilidad del sistema de pensiones no lo son tanto.

Todo lo anterior hace que se plantee cada vez más la cuestión de si no ha llegado ya el momento de complementar las rentas de las personas cuyos salarios anuales estén por debajo de un cierto nivel de referencia (por ejemplo, 12.000 euros). Esto significaría que los trabajadores que ingresen menos de esa cantidad recibirían un complemento de renta hasta alcanzar dicho umbral. De ese modo, los trabajadores con bajos ingresos salariales tendrían asegurado un nivel mínimo de ingresos anuales para disponer de poder de compra y garantizar su poder adquisitivo.

Como he señalado, éste no es un sistema de “renta básica universal” (según la cual los beneficiarios son la totalidad de los ciudadanos con independencia de sus ingresos), sino un complemento salarial garantizado, que se activaría sólo cuando el nivel de ingresos salariales esté por debajo de ese umbral. Hoy, tener trabajo no es garantía de escapar del riesgo de pobreza y exclusión, por lo que sistemas como éste, dirigidos a complementar la renta de determinados grupos de personas empleadas, pero con salarios bajos, podrían ser de gran utilidad. Es un sistema que, como ya he indicado, se aplica con resultados satisfactorios en algunos países de nuestro entorno económico (por ejemplo, en los EE.UU., bajo el nombre de “Earned Income Tax Credit”).  

Propuestas de este tipo o similares parece abrirse paso en la agenda política. Con algunas diferencias, y con diversos nombres, hay propuestas de este tenor en el programa electoral de la mayor parte de los partidos políticos (ingreso mínimo vital en el PSOE, renta básica en Podemos, impuesto negativo en Cs,…). Incluso en el pacto PP-Cs, y en el que anteriormente firmó Cs y PSOE, hay una propuesta muy similar al complemento salarial garantizado.

Además, ya hay estimaciones sobre cuánto podría costar una propuesta como ésta (oscilan en torno a los 10.000 millones de euros anuales, es decir, el 1% de nuestro PIB) y no parece que esté fuera del alcance de las posibilidades de una economía como la nuestra, siempre que, obviamente, haya una reforma fiscal que aumente la recaudación y se persiga con eficiencia el fraude aumentando la dotación de los inspectores de hacienda.

En opinión de los defensores de este sistema, el complemento salarial garantizado sería una fórmula que, sin poner en riesgo la competitividad de las empresas españolas (ya que no elevaría los costes laborales), aseguraría un nivel de renta suficiente para dinamizar el poder de compra de los trabajadores empleados. Junto con las ayudas no contributivas nacionales o autonómicas (renta mínima de inserción, renta garantizada,…), consideran que esta fórmula tendría efectos positivos en la economía y la cohesión social.

Señalan, en definitiva, que más que una fuerte subida del SMI que podría tener efectos no deseados en nuestra economía y que no beneficiaría al conjunto de los trabajadores, parece más útil introducir un sistema que, con cargo al presupuesto público, complemente la renta de las personas cuyos salarios estén por debajo de un cierto nivel de referencia. Merece la pena el debate.

jueves, 10 de noviembre de 2016

LA   VICTORIA   DE   TRUMP


Las encuestas pronosticaron que sería una elección muy igualada, y así ha sido. Cualquiera de los dos candidatos podía ganar. Sólo unas décimas los han separado en porcentaje de votos. El mayor número de votos obtenidos por Hillary Clinton (47,7%) de poco le ha servido en unas elecciones indirectas en las que lo que importa es el número de electores, no el de sufragios.

Teniendo casi 300 mil votos menos (47,5%), pero mejor distribuidos en los 50 estados de la Unión, Trump ha logrado de forma holgada más de los 270 electores (compromisarios) que necesita para ser elegido Presidente cuando se reúna el colegio de compromisarios dentro de unas semanas. Así es como funcionan las elecciones presidenciales americanas, a diferencia de otras, como las francesas, en las que el Presidente es elegido por sufragio directo y en las que sólo cuentan los votos totales obtenidos a nivel nacional.

Se ha escrito mucho para explicar la victoria de Trump o la derrota de Clinton, y no hay que insistir en lo ya sabido. No obstante, me interesa destacar varias cosas sobre las que, desde mi punto de vista, merece la pena hacer algunos comentarios.

Unas elecciones casi plebiscitarias

El primer comentario se refiere al hecho de que las elecciones americanas, en las que al final todo se decanta entre elegir a los compromisarios del Partido Demócrata o a los del Partido Republicano (los otros candidatos suelen ser residuales), se parecen mucho a un referéndum.

Son en la práctica elecciones plebiscitarias, donde el electorado que decide ir a votar se encuentra, de hecho, ante un dilema binario: o votar demócrata o votar republicano. Eso hace que el voto emocional tenga mucha más importancia que en otro tipo de elecciones en las que las opciones son más variadas.

En tales circunstancias, el candidato que sepa apelar a los sentimientos y las emociones del elector tiene mucho ganado, y en eso Trump se ha movido mejor en ese gran teatro que son las campañas electorales.

Hillary lo tenía difícil en ese tipo de escenario. A pesar de estar más preparada y tener mucha más experiencia política, su carácter de persona reflexiva y racional, hacía que la candidata demócrata fuera poco dada a la demagogia, al chiste fácil, a responder con las mismas armas al ataque personal sin contemplaciones de Trump. En ese terreno, tenía poco que hacer frente a Trump.

Hillary Clinton y el lastre de su pasado

Un segundo comentario se refiere al lastre que ha acompañado a la candidatura de Hillary Clinton y que le ha pesado como una losa en su derrota. Un lastre con varias cargas. De un lado, le ha pesado el precio que ha tenido que pagar en las filas del Partido Demócrata tras su apretada victoria en las primarias frente a un político de trayectoria impecable como Bernie Sanders, que encarnaba las aspiraciones de regeneración democrática de una gran mayoría del electorado joven progresista.

Ese precio lo ha pagado Hillary en forma de desafección de una parte importante del electorado demócrata que ha preferido no votar antes que darle el voto a una candidata con la que no se identificaba. Mucho voto de la población negra o hispana o el de las mujeres, que fue decisivo en la elección de Obama, no ha ido esta vez de forma masiva a Hillary Clinton, sino que ha estado más repartido entre los dos candidatos o se ha ido a la abstención.

De otro lado, le ha pesado, y mucho, la carga de su desgastada imagen pública, que la convertía en una candidata “dejá vue” después de llevar más de media vida en la élite política y haber ocupado puestos de la máxima responsabilidad (el ejemplo típico de lo que los populistas llaman la “casta”). Llevar la mochila llena de experiencia le suponía llevarla también llena de los inevitables errores que se cometen en una larga carrera política como la de ella (su voto a favor de la guerra de Irak, el affaire de la embajada americana en Libia, el caso de los emails privados, la controvertida financiación de la Fundación Clinton,…).

Esa mochila llena de experiencia, pero también de errores, hacía de Hillary un blanco fácil al ataque despiadado del populista Trump. El analista Nathan J. Robinson ya avisaba en un artículo premonitorio publicado en el mes de marzo pasado en la revista “Current Affairs”, que Sanders podría ser mejor candidato que Clinton para enfrentarse a un personaje como Trump, precisamente por tener menos flancos débiles por donde ser atacado.

A todo ello habría que añadir el lastre que significa la tradicional alternancia en un país, como los EE.UU., donde en los últimos sesenta años ningún partido ha repetido tres mandatos presidenciales seguidos (salvo el PR con Reagan y Bush entre 1981 y 1993). Y ese lastre hacía aún más difícil que ganara un candidato demócrata tras los ocho años de Obama, más aún si ese candidato era una persona tan gastada en su imagen pública como Hillary Clinton.

Y ahora qué

El tercer comentario que quiero destacar tiene que ver con el futuro, con lo que cabe esperar del nuevo Presidente. Ciertamente ha sorprendido el discurso de Trump tras su victoria. Un discurso  moderado que nada tiene que ver con el cáustico, insultante y ofensivo utilizado en sus mítines de campaña. ¿Cuándo está mintiendo? ¿Ahora o hace unos días? ¿Qué Trump va a gobernar a los estadounidenses? ¿El machista, xenófobo y racista, o el que dice que será el presidente de todos los americanos y apela a la unidad de demócratas y republicanos? Ya veremos.

Lo que está claro es que la sociedad norteamericana suele fragmentarse en dos mitades en las elecciones presidenciales al polarizarse el electorado en torno a solo dos candidatos, sobre todo si son muy concurridas (como sucedió en 1960 cuando Kennedy sólo le ganó a Nixon por cien mil votos o en las de 2000 cuando Al Gore perdió ante G.W. Bush por sólo cinco electores, aunque le ganara en votos).

Esto ha vuelto a ocurrir ahora, aunque es verdad que los EE.UU. es un país con una capacidad envidiable para volverse a unir en torno a sus instituciones tras las encarnizadas batallas electorales. Para confirmarlo basta con escuchar las impecables declaraciones de Hillary en su comparecencia tras la derrota apelando a la unidad nacional, o las igualmente impecables de Obama ofreciendo colaboración a Trump para el traspaso de poderes. Veremos si Trump como Presidente está a la altura de sus adversarios demócratas, a los que ha vilipendiado de forma inmisericorde durante la campaña electoral.

Los contrapesos de la democracia norteamericana

Tras la apariencia de ser los políticos más poderosos del planeta, los presidentes de los EE.UU. suelen estar bastante limitados en su acción de gobierno, debido a la fuerza del establishment económico y militar y al complejo equilibrio de poderes que existe en la democracia norteamericana.

Eso lo saben todos los presidentes, y procuran gestionar como pueden la presión a la que están sometidos durante sus mandatos. Obama, por ejemplo, no ha podido sacar adelante algunas de sus promesas electorales (como el cierre de Guantánamo) y ha visto limitada su política exterior (como el mantenimiento del embargo a Cuba a pesar de la apertura de relaciones diplomáticas), y eso no sólo por no disponer de mayoría en la Cámara de Representantes, sino por la fuerza del establishment.

Además, el alto grado de autonomía que tienen los estados federados de la Unión, hace que la capacidad de influencia de la política presidencial sobre la vida interna de los norteamericanos se vea muy condicionada por las políticas de los gobernadores en sus correspondientes territorios. A veces, afecta más a la vida de un estadounidense el cambio del color político de un gobernador, que la entrada de un nuevo presidente.

No quiero con esto minimizar la magnitud del cambio que supone la llegada a la Casa Blanca de una persona sin experiencia política como Trump, que va a contar con mayoría republicana en el Senado y en la Cámara de Representantes, y con un Tribunal Supremo de mayoría conservadora.

Sólo quiero situar en su justa medida la capacidad de Trump de hacer realidad algunas de sus controvertidas promesas electorales, como la expulsión de los varios millones de inmigrantes ilegales (y la construcción de un muro en la frontera con México), la paralización de los tratados de libre comercio (como el TPP con los países de Asia y Pacífico o el TTIP con la UE) o la supresión de la contribución norteamericana a los programas de ayuda al desarrollo y a la lucha contra el cambio climático.

No sólo se encontrará con la resistencia del establishment económico, encarnado en las empresas norteamericanas altamente internacionalizadas y en las más domésticas que utilizan la mano de obra barata que les proporciona la gran cantidad de inmigrantes ilegales, sino también con la resistencia de muchos diputados republicanos en el Senado y en la Cámara de Representantes. A pesar de contar, como he señalado, con mayoría republicana en ambas cámaras, los diputados, haciendo uso de la independencia de que gozan en su actividad parlamentaria, pueden bloquear la acción gubernamental de Trump si perjudica a sus intereses electorales.

En definitiva, Trump no ha ganado en votos, pero sí ha obtenido el número de electores necesarios para ser investido Presidente dentro de unas semanas. Se abre una etapa de incertidumbre en los EE.UU. ante una persona tan imprevisible, por su inexperiencia política, como el candidato Trump. No obstante, la solidez institucional de una democracia tan madura como la estadounidense, y los fuertes contrapesos al poder presidencial, hacen que sea limitado el margen de maniobra de un político tan temerario como Trump y que su acción de gobierno sea más previsible de lo que pudiera pensarse escuchando sus incendiarios mítines y sus inverosímiles promesas electorales. Esperemos que así sea.

Una apostilla

Finalmente, quiero señalar algo realmente preocupante de la victoria de Trump. Me refiero al efecto que pudiera tener en el auge de los populismos en suelo europeo. Es elevado el riesgo de que cunda en el electorado de los países europeos el modelo populista representado por el político estadounidense. Ello puede significar el aumento del apoyo electoral a partidos populistas que ya tienen una presencia significativa en países como Francia, Italia, Austria o Hungría, o que también están irrumpiendo con fuerza en Alemania. Eso sería fatal para el proyecto de construcción europea.