jueves, 9 de mayo de 2019


ANTE  LAS   ELECCIONES   EUROPEAS   
(Reflexiones en el Día de Europa)


Como viene siendo habitual desde la Cumbre de Milán (1985), el día 9 de mayo se celebra el “Día de Europa”. Con ello la UE quiere conmemorar la llamada “Declaración Schuman”, realizada por el ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, en un discurso pronunciado ese día de mayo de 1950 en el Salón del Reloj del Quai d’Orsai de París.

En ese discurso, el político francés proponía la creación de una alta autoridad común para gestionar la producción franco-alemana de carbón y acero, proyecto que, hecho realidad un año más tarde, significaría la constitución de la CECA, el primer pilar de las Comunidades Europeas.

Ese es el significado de una conmemoración que, a pesar de su indudable relevancia para el proyecto de construcción de la UE, suele pasar bastante desapercibida entre la ciudadanía europea. Los medios de comunicación apenas le dedican algún espacio, los gobiernos de los EE.MM. apenas se ocupan de ello, y la Comisión Europea se limita a organizar algunos actos de escasa repercusión. Algún evento aislado, como la entrega este mismo día 9 de mayo de los premios Carlos V en Yuste, suelen ser más la excepción que la regla.

Es, por tanto, un día que contribuye poco a la construcción de esa identidad europea de la que carece aún la UE a pesar de los esfuerzos que se vienen haciendo a través de algunos símbolos, como el himno (tomado de la Oda a Alegría de la IX Sinfonía de Beethoven) y la bandera (azul con doce estrellas amarillas), o de algunas acciones de indudable éxito como el Programa Erasmus.

Tampoco la moneda común (el “euro”) se percibe como un símbolo de la identidad europea por cuanto no circula por todos los países de la UE y es incluso cuestionada por determinados sectores, especialmente a raíz de la crisis económica y financiera de los últimos diez años.

Y es por eso, que, desde ciertos círculos de opinión, se viene reivindicando, con escaso éxito por ahora, que el día 9 de mayo sea declarado “fiesta europea” para así destacar la relevancia de la UE y ayudar a que esté cada vez más presente y sea interiorizada en el imaginario colectivo de los europeos.

Las elecciones decisivas del 26 de mayo

Este año, la conmemoración del Día de Europa ha coincidido con la reunión del Consejo Europeo en Sibiu (Rumanía) y tiene lugar en la antesala de unas elecciones al Parlamento europeo (PE) de gran importancia, que tendrán lugar el próximo domingo 26 de mayo, coincidiendo, en España, con las municipales y las autonómicas. 

Y son importantes las elecciones europeas por dos razones: la primera porque el PE ha ido asumiendo nuevas competencias y adquiriendo un fuerte protagonismo en la política de la UE, y la segunda por la amenaza que representa el avance de organizaciones populistas de diverso signo que cuestionan la propia existencia de la Unión.

Respecto al protagonismo del PE, es cierto que, si bien no es todavía un auténtico poder legislativo (ya que comparte esa competencia con el Consejo), sí se va asemejando cada vez más a una cámara parlamentaria, con capacidad para aprobar el presupuesto común de la UE y nombrar al presidente de la Comisión Europea (el órgano que encarna el poder ejecutivo de la Unión), además de ejercer las tareas de control de las diversas instituciones europeas. Es por ello que las elecciones europeas serán decisivas para la composición del PE y la orientación política de un órgano como éste cada vez más relevante en la UE.

En lo que se refiere al empuje del populismo, las elecciones del próximo 26 de mayo se presentan ante un escenario donde por primera vez en la historia de la UE existe la amenaza cierta de que unos partidos populistas que manifiestan sin ambages su intención de socavar los cimientos de la UE, obtengan una cantidad suficiente de escaños en el PE como para condicionar la política europea.

El objetivo de estos partidos populistas no es avanzar en el proyecto de integración europea, sino bloquearlo para retornar a las esencias nacionalistas. Confían más en la soberanía de cada Estado, que en la gobernanza supranacional de la UE, para hacer frente a los grandes desafíos que tenemos por delante en este primer cuarto del siglo XXI (cambio climático, cohesión social, seguridad interior, defensa exterior, integración económica, revolución digital, robótica, gestión de los flujos migratorios,…)

Es el populista un discurso de mensajes simples (con propuestas fáciles para problemas complejos) y emocionales (dirigidos al corazón, activando los miedos al futuro, mitificando el pasado, manipulando la historia, provocando reacciones victimistas frente a imaginarias amenazas internas o externas,...). Con el populismo convergen, además, en una peligrosa pinza, los nacionalismos excluyentes que con fuerza han emergido en algunas regiones y que amenazan la integración territorial europea.

El discurso populista contrasta con el más racional discurso europeísta (síntesis de lo mejor de las tradiciones socialdemócrata, liberal y democristiana) sobre el que se ha construido la UE, radicando ahí, en su racionalidad, la dificultad que tiene el europeísmo para neutralizar al populismo por la vía de los argumentos y el debate.

La UE, un proyecto complejo, siempre en construcción

Esa dificultad se debe también al hecho de que, desde sus inicios, la UE ha sido un proyecto siempre en construcción, nunca acabado, ni en lo que se refiere a sus fronteras (abiertas a la adhesión  de nuevos paises) ni en relación a sus políticas (impregnadas de una vocación integradora sin límites).

Es por eso que la UE, al construirse a partir de Estados previamente constituidos y con identidades nacionales muy arraigadas, es un proyecto que tiene que legitimarse por sus obras, por sus resultados, tal como son percibidos por la ciudadanía. Nunca un francés, un italiano o un alemán, por poner tres ejemplos, se cuestiona la existencia de su respectivo Estado-nación, mientras que los europeos siempre nos estamos cuestionando la existencia de la UE.

Ello explica los cambios que se producen en el estado de ánimo de los europeos respecto a la UE y en el apoyo que manifiestan en las distintas ediciones del Eurobarómetro. Después de estar bajo mínimos en los momentos peores de la crisis económica, se han recuperado ahora hasta alcanzar porcentajes de apoyo similares a los de antes de 2008. En el Eurobarómetro de otoño de 2018, sólo un 21% de los europeos valora negativamente la existencia de la UE, mientras que diez años antes (2008, en plena crisis económica) esa valoración era la inversa.

No obstante, el apoyo de la ciudadanía a la UE es siempre un apoyo crítico y condicionado a la eficacia de sus políticas, por lo que las autoridades europeas tienen que esmerarse por explicar bien las acciones que emprenden desde las instituciones de la UE y el limitante escenario presupuestario en el que se desarrollan.

Porque no debemos olvidar que, salvo las políticas comunes (la agraria y pesquera, y la de cohesión, que disponen de un reducido presupuesto en torno al 0,7% del PIB de la UE), el resto de políticas (asuntos exteriores, defensa, medio ambiente, educación, migración, salud…) no son comunes, sino resultado de la cooperación entre los distintos gobiernos. En estas politicas aún  no comunes rige la lógica de los intereses nacionales, una lógica que debe ir siendo sustituida por otra europea si se quiere avanzar en el proceso de integración.

Incluso en las citadas políticas comunes, el papel de los gobiernos de los EE.MM. es decisivo a través de los ministros del correspondiente área, reunidos en el Consejo, al igual que también es decisivo el papel del Parlamento europeo. De ahí la importancia que tienen las elecciones nacionales de cada país, y las europeas del próximo 26-M en la configuración de la UE.

La UE es un sistema político singular, que no puede juzgarse con los criterios que habitualmente utilizamos para juzgar otros sistemas políticos de ámbito nacional. No es una federación de estados, tampoco una confederación, aunque tiene rasgos de ambos modelos; tiene mucho de cooperación intergubernamental, y también mucho de cooperación entre las distintas instancias que conforman la UE. 

Y todo ello en un contexto como el de la UE en el que prima más la búsqueda del consenso que la confrontación, lo que hace que, a veces, se demore demasiado el logro de acuerdos. Es también un sistema basado en la cultura de la concertación con los distintos sectores y grupos de la sociedad civil.

Todo esto es, sin duda, una de las fortalezas de la UE, pero exige también un elevado nivel de participación y de capacidad para estar a la altura de lo que se negocia en los numerosos comités consultivos que impregna el tejido europeo. Seguir avanzando en la construcción europea es un gran desafío, que exige esfuerzo y responsabilidad, pero también mucho compromiso.

El próximo 26 de mayo los europeos tendrán, por tanto, ocasión de demostrarlo votando en unas elecciones de una enorme importancia para el futuro de la UE. En ellas se dirime entre seguir avanzando en el proceso de integración o retroceder a posiciones nacionalistas que tanto daño han causado a Europa y que pensábamos superadas, pero que el populismo y el nacionalismo excluyente ponen de nuevo ante los ojos de los europeos.

miércoles, 1 de mayo de 2019


ELOGIO   DEL   SINDICALISMO

Uno de los grandes precursores de la sociología, el francés Alexis de Tocqueville, escribía en 1840, tras un viaje a los Estados Unidos de América, su obra clásica “La democracia en América”.

En ese libro señalaba, tomando como ejemplo la democracia norteamericana, que la existencia de grupos organizados de intereses en los distintos ámbitos de la vida económica y social, es un elemento fundamental para que los ciudadanos puedan influir en las decisiones de los poderes públicos, más allá de ejercer el derecho de voto cada cuatro años. Concluía que una democracia no puede funcionar sin una sociedad civil autónoma y bien organizada, que actúe como contrapeso a los poderes institucionales (legislativo, ejecutivo y judicial).

Con motivo de la fiesta del 1 de mayo, es interesante traer a colación estas reflexiones realizadas hace casi dos siglos, ya que, si bien la realidad social y económica de hoy es muy diferente de la que Tocqueville tomó como referencia, hay rasgos que permanecen.

Aunque es evidente que el panorama económico se ha modificado sensiblemente en el marco de la globalización, con la presencia hegemónica de las grandes corporaciones industriales, financieras y de servicios, es también un hecho cierto que la economía actual sigue siendo una economía de mercado. Es un modelo económico cuyos pilares continúan siendo, de un lado, las empresas y, de otro, los trabajadores empleados en ellas, junto a un amplio sector de trabajadores autónomos, cada vez más dependientes del entorno económico en que desarrollan su actividad. A ellos se le une un no menos importante sector de empleados públicos que también dependen de ingresos salariales.

En ese contexto, donde, junto a la libertad e iniciativa individual, se reflejan también las desigualdades económicas y sociales, el sindicalismo, en sus diversas formas, continúa desempeñando una función esencial al representar los intereses de los trabajadores asalariados, autónomos o empleados públicos. Sin los sindicatos, los trabajadores sólo tendrían, en el ejercicio de sus derechos, el amparo de leyes y normativas laborales en cuya aplicación práctica también se reflejan, como se comprueba día a día, las desigualdades existentes.

Así ha sido a lo largo de los últimos ciento cincuenta años en todas las democracias occidentales, y en días como el 1 de mayo los sindicatos suelen reafirmar su presencia con actividades y acciones de diversa índole (manifestaciones, eventos culturales,…).

Y así lo reconocimos en España cuando iniciamos la transición democrática a finales de los años 1970. Nadie entonces ponía en duda el papel positivo de los sindicatos, y todos valoramos su aportación a la consolidación del sistema democrático en nuestro país. Dirigentes sindicales como Marcelino Camacho (CC.OO.) y Nicolás Redondo (UGT) son ya parte de la historia de nuestra democracia.

De hecho, nuestra Constitución de 1978 dedica amplia atención al tema sindical, confiriendo una importancia destacada a los sindicatos y a las asociaciones empresariales en el marco de un Estado social y democrático de Derecho. En concreto, en el Título Preliminar, el art. 7 consagra su papel como organizaciones básicas para la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales, y el art. 28.1 establece el derecho de libertad sindical como un derecho fundamental (situándolo en el Título I de la Constitución). 

Hoy, por el contrario, no es fácil  encontrar voces favorables al sindicalismo. Es habitual declararse cuando menos asindicalista o manifestarse en contra de los sindicatos, a los que se les atribuye todo tipo de perversiones (corrupción, clientelismo, nepotismo, corporativismo,…). Se cuestiona su utilidad y se los califica de instituciones obsoletas, que viven de las subvenciones públicas y que cada vez están más alejadas de la realidad social y económica.

Sin embargo, ante la creciente precariedad del empleo y la deregulación de las relaciones laborales (propiciadas por una reforma que redujo sensiblemente el papel de la negociación colectiva sectorial para darle protagonismo a los acuerdos a nivel de cada empresa), parece necesario el papel movilizador y la fuerza reivindicativa del sindicalismo, así como su actitud abierta a la negociación y el diálogo.

Son necesarios sus líderes nacionales, que, con su voz disonante, ponen un contrapunto al discurso dominante de la clase política. Pero también son necesarios sus cuadros intermedios, imprescindibles para velar por el cumplimiento de los convenios. Lo mismo que son necesarios los tan criticados “liberados sindicales”. ¿Qué sería de los trabajadores de pequeñas empresas donde no existe representación sindical alguna, sin la ayuda de los liberados sindicales visitando uno a uno los centros de trabajo, informando y recogiendo las reclamaciones de los trabajadores?

En sectores como el agrario, donde los agricultores, en especial los titulares de pequeñas explotaciones, están muy atomizados, y donde la política que lo regula (la PAC) es cada vez más compleja, parece necesaria la presencia de organizaciones de tipo sindical o similares (como las que encarnan las llamadas “organizaciones profesionales agrarias”, OPAs).

Algunas de estas organizaciones incluso se auto-denominan "sindicatos agrarios" (como ocurre con UPA  o COAG) y defienden de manera agregada intereses tan dispersos como los que atraviesan la agricultura, y prestan servicios sobre todo a los pequeños agricultores para facilitarles acceso a la información y darles certidumbre en contextos tan volátiles e inciertos como aquéllos en los que desarrollan su actividad. Además, las OPAs desempeñan una función clave en la interlocución y concertación con los poderes públicos en temas relacionados con la política agraria. Asimismo, para los asalariados agrícolas, el papel de los sindicatos es fundamental en la negociación de los convenios del sector.

El sindicalismo es una institución de más de cien años de historia, que ha contribuido a muchas de las conquistas sociales que hoy disfrutamos. Por supuesto que los sindicatos tienen que adaptarse a los nuevos tiempos y que tienen que innovar para relacionarse mejor con los trabajadores y ser más eficientes en sus funciones de reivindicación y defensa de intereses.

Pero sin asociaciones intermedias como los sindicatos la democracia estaría mutilada, como señaló hace casi dos siglos Alexis de Tocqueville al referirse a la necesidad de contar con una sociedad civil autónoma y bien organizada. No viene mal recordarlo este 1 de mayo, y cuando se han cumplido ya 130 años de la fundación de la UGT.