domingo, 28 de febrero de 2016

EL  JORNALERO  GLOBAL
 (texto publicado en el Anuario del Diario Córdoba, febrero 2016) 

El jornalero formaba parte del paisaje rural de nuestro país y era asociado a una Andalucía pobre, atrasada y mísera. Si había un modo abyecto de explotación laboral, ése era el que se producía con los jornaleros, sin derechos, esperando en la plaza del pueblo a que viniera el “aperaor” de la finca y decidiera a quien contratar ese día.

Muchos de ellos hicieron las maletas en los años 60 y se largaron a otros lugares para iniciar un nuevo proyecto de vida. Cataluña, Madrid, Alemania, Francia, Suiza, vieron aparecer emigrantes andaluces que habían dejado el pasado jornalero en sus pueblos y que se integraban en mercados laborales, mejor regulados, aunque más exigentes. Supieron adaptarse, reconstruyeron sus vidas y recuperaron su dignidad y autoestima.

A la altura del siglo XXI, retorna la figura del jornalero, ya no circunscrita al sector agrario, sino extendida a todos los sectores de la economía. La precarización del empleo es moneda común, y los trabajadores temporales (por días, incluso por horas) se extienden por el paisaje económico como nuevos jornaleros que han visto reducidos hasta el extremo sus derechos laborales. La última EPA señala cómo del más del medio millón de empleos creados en el año 2015, los temporales fueron 335.000, lo que sitúa la tasa de temporalidad a final de ese año en el 25,6% (un cuarto de los ocupados tienen contrato temporal). Respecto al número total de contratos firmados en 2015 (18,6 millones) el 92% fueron temporales, y una cuarta parte de la contratación lo fue por menos de una semana.

La práctica desaparición de los sindicatos como actores intermedios en muchos sectores de actividad, hace que la relación laboral entre trabajadores y empresarios sea hoy una relación individualizada, muy similar a la que tenía el antiguo jornalero agrícola con el “aperaor” o el patrón de la finca. La plaza del pueblo como lugar de contratación es hoy sustituida por el WhatsApp, la página web o el twitter; y la función de “aperaor” la desempeña una ETT o un amigo o conocido que facilita el contacto para ser contratado durante algunas horas para atender la demanda laboral en una empresa o negocio.

Lo paradójico de la nueva situación es que, gracias a las conquistas sociales de los sindicatos del campo y al miedo de los propietarios a las revueltas campesinas y a la amenaza siempre presente de la reforma agraria, son los asalariados agrícolas un colectivo mejor protegido hoy en sus derechos laborales, que los nuevos jornaleros del siglo XXI. La regulación de la jornada laboral, la legalidad de los contratos, la retribución salarial según convenio, el plus de peligrosidad, el tiempo de descanso, las ayudas por desplazamiento,… son elementos que, salvo en casos puntuales de contratación fraudulenta que afectan al colectivo de los inmigrantes, forman ya parte del trabajo asalariado en la agricultura, pero que están ausentes en el trabajo desempeñado por muchos de estos nuevos jornaleros en otros sectores laborales.

El retorno del jornalero en la mayoría de los sectores económicos se extiende a muchos jóvenes, incluso con títulos superiores, que ven su futuro lleno de incertidumbre y con escasas expectativas de construir un proyecto de vida digno. Como hicieron en los años 60 una gran mayoría de los jornaleros agrícolas, muchos de los nuevos jornaleros de hoy buscan también salida en la emigración a otros países, donde algunos encuentran buenas oportunidades profesionales, pero donde otros lo que hallan es un panorama de precariedad muy similar al de aquí.

Como contribución de la cultura mediterránea a la fase de capitalismo global, la figura del jornalero se extiende así a escala europea, con contratos de trabajo tipo minijobs que no permiten ni siquiera alcanzar la tan añorada categoría de “mileurista”. Es una fase de mercados abiertos en la que el sector empresarial, apoyado por los gobiernos, opta por competir por la vía de los bajos salarios y la máxima flexibilidad laboral. Parece no importarles que, con una población en condiciones tan precarias y sin suficiente capacidad adquisitiva, no es posible construir un sistema económico, como el capitalista, basado, hay que recordarlo, en el consumo.

Eurostat señala que el riesgo de pobreza en los trabajadores precarios ha pasado del 18,7% en 2013 al 22,9% en 2014, siendo un fenómeno extendido al conjunto de la UE. En el caso español, una de cada ocho personas con empleo está por debajo del umbral de la pobreza y el riesgo de exclusión (con ingresos inferiores a 663 euros mensuales) alcanza ya a un tercio de la población. Tener empleo en esas condiciones tan precarias, no garantiza salir de la pobreza.

Quizá se ha hecho tan global la economía, que las grandes empresas europeas piensan que su rentabilidad ya no depende de los consumidores de su entorno regional o nacional, sino del amplio mercado de los países emergentes, y les preocupa poco la situación económica de sus conciudadanos. Pero eso es tan volátil, que una simple caída del precio del petróleo lo complica todo, como estamos viendo en estos últimos meses con la recesión brasileña o con los desajustes de la economía china.

En estas situaciones, disponer de un mercado nacional y europeo de consumidores solventes y con poder adquisitivo ayudaría a la reactivación económica, pero resulta que ese mercado es cada vez más precario, anidando en él los nuevos jornaleros de nuestra época. Eso explica gran parte de las dificultades que tienen las economías europeas para crecer, y explica también el alto nivel de desigualdad que ello ha generado, poniendo en riesgo la cohesión social tan necesaria para el buen funcionamiento de toda democracia.
SOBRE  LA  LIMITACION  TEMPORAL
 DE  LOS  CARGOS  POLÍTICOS

(Texto publicado el 28/02/2016)

Resulta siempre atractiva la propuesta de limitar el tiempo para ocupar cargos políticos, y suele plantearse como un elemento de regeneración democrática. De hecho muchos partidos lo llevan en sus programas. Cs lo ha incluido en el paquete de reformas para el pacto de gobierno con el PSOE. Sin embargo, merece la pena dedicarle algo de atención a este asunto, para ver en qué medida una propuesta como ésta puede contribuir a regenerar la vida política.

Uno de los argumentos en que se basa la propuesta de limitación temporal de los cargos políticos radica en considerar que una prolongación excesiva de las mismas personas en un cargo aumenta el riesgo de corrupción.

Este argumento no tiene una base lógica ni se sostiene en la realidad empírica. Si la propensión a ser corrupto anida en la codicia de las personas y en su falta de valores cívicos, sería lógico pensar lo contrario, a saber: que mientras más corto sea el periodo de ocupación de un cargo, mayor prisa e interés tendrá el político corrupto en sacar el máximo provecho de la situación de poder que ostenta.

A nivel empírico, hay casos de corrupción en personas que han estado poco tiempo en el ejercicio de un cargo político, y casos de personas honestas que han estado en la vida política un largo periodo de tiempo. Por tanto, esa premisa me parece discutible.

El segundo argumento es el que considera que limitando el tiempo de ocupación de un cargo público por las mismas personas, se posibilitaría la renovación de las élites políticas abriendo la puerta a la entrada de nuevas generaciones de políticos. Este argumento no tiene que ver con el riesgo de corrupción, sino con la idea de que lo nuevo siempre es mejor que lo viejo. Se plantea así que sería bueno para la democracia que, cada cierto tiempo (ocho años, por ejemplo), las instituciones fuesen renovadas para que entre aire fresco en ellas.

Este segundo argumento me parece también discutible, ya que, en democracia, la experiencia es un valor que se adquiere con el ejercicio del poder y mediante la asunción de responsabilidades públicas. Sin duda que es positiva la renovación de los cargos políticos, pero no mediante una limpieza general cada ocho años, que puede llevarse por delante un valioso capital de experiencia política en un país, como el nuestro, no sobrado precisamente de buenos políticos.

Los políticos deben ser renovados no por ser viejos (es decir, no por llevar mucho tiempo en un cargo), sino por ser ineficaces en el ejercicio de sus responsabilidades públicas o bien por mostrar signos de agotamiento. Correspondería a los partidos proceder a la renovación de sus cuadros dirigentes si quieren evitar que su imagen aparezca anquilosada y poco creible ante los electores, que son los que, en última instancia, deben decidir si esa renovación es o no la acertada.

Sea por un argunento o por otro, lo cierto es que el tema de la limitación temporal de los cargos públicos ha irrumpido en la agenda política. Y esto a pesar de que la excesiva permanencia en la presidencia del gobierno de la nacion no sea un problema en España, donde sólo Felipe González superó los ocho años al frente del gobierno.

Además de no ver ni necesaria ni conveniente la propuesta, lo que me parece más discutible es el hecho de que la limitación temporal se “constitucionalice”, es decir, se incorpore en la reforma constitucional, tal como ha propuesto Albert Rivera.

En mi opinión, una propuesta como ésa tendría sentido en sistemas presidencialistas puros, en los que el Jefe del Estado (que además tiene poderes ejecutivos) es elegido directamente por los ciudadanos (como es el caso de las repúblicas latinoamericanas, de los EE.UU. y de países europeos como Francia, Austria o Portugal).

Sin embargo, no veo ningún sentido introducir en la Constitución española la limitación del tiempo de mandato de los presidentes de gobierno en sistemas parlamentaristas como el nuestro. Su mandato emana del Parlamento y su continuidad depende de que el poder legislativo apoye su investidura, y le siga dando la confianza necesaria para aprobar los proyectos de ley que presente como presidente de gobierno. En caso contrario, será revocado de su puesto al frente del poder ejecutivo.

Dicho esto, cabe otra posibilidad, mucho más interesante. Me refiero a que sean los propios partidos políticos los que incorporen en sus estatutos la limitación temporal de cargos orgánicos y, como extensión, limiten la permanencia de sus dirigentes en puestos de responsabilidad pública.

En efecto, podría ser una vía interesante de regeneración de nuestra democracia que los partidos pongan límite al tiempo en que un presidente o secretario general pueda desempeñar ese cargo orgánico, o limiten el tiempo en que una misma persona del partido pueda ser incluida como candidata en las elecciones municipales, regionales o nacionales.

Hacer eso tendría un efecto directo en la renovación interna de los partidos, y de paso renovaría los cargos públicos ostentados por sus afiliados.

Pero ésta sería una decisión a tomar por los partidos políticos en el ámbito de su libertad como asociaciones privadas que son, y de acuerdo con la estrategia que consideren más adecuada.

En definitiva, no me parece bien que, en aras de la regeneración democrática, se reforme la Constitución para incorporar la lógica presidencialista en un sistema de naturaleza parlamentaria como el nuestro.

Es mejor que la regeneración comience en el seno de cada partido, buscando la mejor fórmula para recuperar la confianza de los ciudadanos. No sería mala fórmula que empezaran por limitar temporalmente sus cargos orgánicos y por acotar el tiempo de permanencia en las listas electorales.
LA UNIÓN EUROPEA Y LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
  EN CLAVE TRANSATLÁNTICA

Eduardo Moyano Estrada
(publicado en “Alternativas Económicas” en noviembre de 2015)


Es paradójico que, en épocas de apertura y globalización económica, se acelere la formación de grandes bloques comerciales. El pasado lunes, culminaron las negociaciones sobre el Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP) entre los EE.UU. y once países del Pacífico (entre ellos economías tan importantes como la de Japón, Australia, Singapur, Canadá o México), si bien aún debe ser refrendado por sus respectivos gobiernos y parlamentos nacionales.

Desde hace varios años, la Unión Europea (UE) y los Estados Unidos de América (EE.UU.) negocian un acuerdo de asociación para el comercio y la inversión (conocido por sus siglas inglesas TTIP: Transatlantic Trade and Investment Partnership). Si se logra, se crearía la zona de libre comercio más amplia del mundo, al sumar entre ambas potencias económicas más del 50% del PIB mundial, más de un tercio del comercio internacional de bienes y servicios, y 800 millones de consumidores. No es, por tanto, un acuerdo comercial más, de los muchos que tiene la UE con estados no miembros (por ejemplo, Marruecos, Turquía o los países de la AELC), sino un acuerdo de mayores dimensiones.

La negociación sobre el TTIP se inició con el objetivo de establecer una zona de libre comercio UE-EE.UU. que superara el punto muerto al que se había llegado en la ronda Doha de la OMC (Organización Mundial del Comercio). Sin embargo, a lo largo de la negociación, el TTIP se ha ido convirtiendo en un proyecto que pretende ir más allá de las simples cuestiones comerciales, incorporando temas tales como la armonización de normas, la homologación de exigencias administrativas o la coordinación de leyes para facilitar el comercio y la inversión. Y es precisamente por su mayor ambición y por las importantes implicaciones de lo tratado, que está surgiendo un intenso debate a nivel europeo y norteamericano sobre este asunto, manifestándose posiciones a favor y en contra del mismo.

De hecho, el Parlamento Europeo debatió el pasado mes de julio el Informe Lange (llamado así por el nombre del ponente), que fue aprobado sólo con el voto favorable de 436 diputados, procedentes del grupo popular europeo (PPE) y de los grupos conservador y liberal (ALD), así como de gran parte del grupo socialdemócrata (entre ellos, todos los del PSOE). El Informe recibió 241 votos en contra: algunos socialistas (belgas, daneses, británicos,…), todos Los Verdes, toda la Izquierda Unitaria Europea (donde están los españoles de Podemos e IU), el Movimiento 5 Estrellas italiano, y los franceses del lepenista Frente Nacional.

Los contrarios al TTIP han ampliado su red, al unírsele movimientos sociales como La Via Campesina o ATTAC, y municipios de algunas grandes ciudades europeas (como Barcelona y Madrid). Consideran que no es necesario un acuerdo comercial de esta naturaleza, ya que los aranceles medios son ya muy bajos en las relaciones comerciales entre los EE.UU. y la UE. Ven en el TTIP los intereses de las grandes empresas norteamericanas por entrar en Europa y por imponer unas estrategias agresivas que pondrían en riesgo el carácter público de muchos servicios municipales (agua, electricidad,…), además de rebajar las importantes exigencias ambientales de la UE (en asuntos como los transgénicos o el fracking) y de reducir los derechos laborales de que ahora disfrutan los trabajadores europeos. Asimismo, consideran que se están tratando con total secretismo asuntos que afectan al funcionamiento del sistema democrático, como el control previo de la legislación relativa al comercio y la inversión, o la propuesta de crear instancias extrajudiciales (ISDS) para dirimir posibles conflictos entre empresas y gobiernos (propuesta que ha sido modificada tras la mediación de la comisaria Malmström).

Los favorables al TTIP abogan por los efectos positivos que tendría en la economía europea (tanto en el crecimiento del PIB, como en la creación de empleo), y entienden que, en el actual contexto de capitalismo global, la UE no puede replegarse sobre su propio mercado interno. Además, consideran que la economía europea está perdiendo peso en el conjunto de la economía mundial ante la competencia de otras economías emergentes. Todo eso les lleva a plantear la necesidad de establecer una alianza comercial con los EE.UU., percibido como el mejor socio que puede tener la UE, tanto por razones políticas (sistemas democráticos similares, alianzas militares comunes), como económicas (sistemas de mercado y economías muy parejas) y culturales (valores ético-normativos comunes). A ello añaden que una posible asociación transatlántica neutralizaría la tendencia de los EE.UU. a volcarse en el área del Pacífico haciendo que los gobiernos y agentes económicos norteamericanos volvieran a interesarse por los temas y socios europeos. Recordemos en ese sentido el citado acuerdo Trans-Pacífico (TPP) entre EE.UU. y once países de esa región, aún pendiente de ratificación.

Estamos, por tanto, ante un asunto de gran importancia para la UE, sobre el que los gobiernos nacionales deberían esmerarse en informar a sus respectivos parlamentos y en ofrecer la máxima transparencia posible a sus ciudadanos. Sólo así se podrá lograr el apoyo inicial de la ciudadanía europea y de las organizaciones de la sociedad civil, neutralizando el rechazo general que este tipo de acuerdos a veces conlleva (sobre todo, si la otra parte son los EE.UU., dado el fuerte sentimiento antinorteamericano de ciertos sectores de la opinión pública europea).

Los acuerdos de libre comercio no pueden ser nunca un fin en sí mismos, sino un medio para mejorar el bienestar de la población. Por eso, si bien las negociaciones sobre el TTIP pueden valorarse como algo positivo por ser una vía para avanzar en las relaciones económicas con los EE.UU., habrá que estar alerta para ver cómo se van concretando los acuerdos y comprobar si afectan, y en qué medida, a nuestro modelo económico y social y si pueden poner en riesgo el bienestar de los ciudadanos europeos. Además, hay que valorar si la entrada en vigor de un acuerdo como el TTIP tendría efectos negativos sobre las relaciones comerciales que mantiene la UE con terceros países. No obstante, hay fórmulas para evitar que un acuerdo de esa naturaleza tenga efectos perniciosos en sectores sensibles, como es el caso del sector cultural o de algunos subsectores agrícolas, donde sería necesario el establecimiento de cláusulas de salvaguardia o simplemente dejarlos fuera del acuerdo en una primera fase.


En todo caso, rechazar de plano la posibilidad de que la UE alcance una ambiciosa alianza económica con los EE.UU. (su socio natural) sería fruto de un prejuicio difícil de sostener. La negociación está abierta, y nuestra misión ahora como ciudadanos, tanto a nivel individual como a través del movimiento asociativo, es hacer llegar a los gobiernos nacionales y a la Comisión Europea, nuestros puntos de vista sobre los distintos temas del TTIP, sin descartar recurrir a la movilización si creemos que nuestras peticiones no están siendo atendidas. La voz última será, en definitiva, la del Parlamento Europeo, que tendrá la oportunidad de aprobar o rechazar el texto final que le presente el Consejo de Ministros de la UE, de acuerdo a lo establecido en el proceso de codecisión.
RESEÑA DEL  LIBRO  “EL  MINOTAURO  GLOBAL” (Yanis Varoufakis, 2015)

(reseña escrita el 10/02/2015)

“El Minotauro global” es un libro sugerente sobre el crash de 2008. Su autor, el economista Yanis Varoufakis, actual ministro de Finanzas del gobierno griego de Syriza, lo escribió en versión inglesa en 2011, y la primera edición española se publicó en 2012. Es un libro de amena lectura, dirigido a un público no especializado, en el que propone una tesis para ayudar a comprender un proceso tan complejo como el que ha desencadenado de la actual crisis económica.

Utiliza (sin abusar) la terminología económica necesaria para desarrollar su línea argumental, e incluye un número razonable de datos y tablas estadísticas como base de apoyo. La traducción al español no es mala, pero podía haberse mejorado con una simple relectura por parte de los traductores. En su estilo, tiene la originalidad (algo snob) de estar escrito como si quien lo escribiera fuera una mujer y se dirigiera a un público de lectoras (parece que ha sido una condición impuesta por el autor al editor español).

En su interesante e imaginativa interpretación del crash de 2008, Varoufakis viene a decir lo siguiente. La II Guerra Mundial (y la consiguiente victoria aliada bajo el liderazgo militar norte-americano) significó el comienzo de la hegemonía de los EE.UU. en el mundo (y el declive de Gran Bretaña y Francia). Esa hegemonía se sustentó en el llamado Plan Global, cuyas bases se pusieron en la Conferencia internacional de Bretton Woods (Washington, julio de 1944). En esa Conferencia, el presidente Roosevelt y su equipo del New Deal pretendían blindar a la economía norteamericana y al capitalismo mundial ante futuras (e inevitables) crisis, evitando que éstas se transformaran en una gran Crisis (con mayúscula) como la del crash de 1929, que había causado un pánico del que todavía no se habían recuperado los estadounidenses. Había consenso de que era necesario para que el capitalismo funcione cierta convergencia y coordinación de las políticas nacionales.

En Bretton Woods se crearon el FMI (Fondo Monetario Internacional) y el BIRF (luego transformado en el actual Banco Mundial) y se acordó convertir el dólar en referencia del sistema de cambio de las distintas monedas (un patrón-dólar al que, además, se le asignaba un valor fijo en oro de 35 dólares por onza). Se creaba así una especie de unión monetaria (con el dólar como moneda de referencia), donde los gobiernos firmantes se comprometían a coordinarse en todo lo relativo a sus políticas de devaluación de las monedas. No era un sistema de moneda único, pero casi, ya que, ningún país podía devaluar sus monedas por debajo del 1% de su tipo de cambio respecto al dólar. Sin embargo, al no crear verdaderas instituciones de gobernanza monetaria, la disciplina a la que se sometían los Estados firmantes dependía del poder de persuasión de la nueva potencia mundial (EE.UU.) y de la voluntad de los gobiernos nacionales de respetar las instrucciones emanadas de las autoridades norteamericanas.

En esa Conferencia internacional, Gran Bretaña estuvo representada nada menos que por el economista John M. Keynes, quien propuso crear una auténtica “unión monetaria internacional”, que, sin embargo, no fue apoyada por sus colegas norteamericanos del New Deal. El ilustre economista británico estaba convencido de que un sistema capitalista integrado en algún tipo de unión monetaria, necesitaba de un “mecanismo institucional de reciclaje de excedentes” que evitara los desequilibrios internos entre países con economías diferentes (unas, excedentarias, y otras, deficitarias). Sin ese mecanismo, pensaba Keynes, si se produjera una crisis económica en un país (sea excedentario o deficitario), se contagiaría al resto y acabaría por destruir todo el sistema en su conjunto.

Tras la II Guerra Mundial y a falta del “mecanismo institucional de reciclaje de excedentes” de que hablaba Keynes, es la economía norteamericana la que va a desempeñar ese papel, exportando al resto del mundo (no comunista) los enormes excedentes que su economía ya atesoraba. Esos excedentes se destinaron a la recuperación de las áreas del mundo devastadas por la guerra (sobre todo, Europa Occidental, con el Plan Marshall, y Japón) siendo las propias empresas norte-americanas las principales beneficiarias. Eso permitió que la economía estado-unidense continuara atesorando enormes beneficios, hasta que, tras las guerras de Corea y Vietnam, los EE.UU. se convirtieron a principios de los 70 en un país deficitario, cuya economía no podía ya financiar los enormes gastos militares y la política social del presidente Johnson.

En vez de restringir el gasto, y equilibrar sus finanzas y su balanza comercial, los distintos gobiernos (el de Nixon y el de los demás presidentes que le sucedieron, independientemente de que fueran republicanos o demócratas) optaron por mantener los déficits presupuestarios (tanto el déficit público, como el déficit comercial), y decidieron que podían financiarse con dinero procedente del exterior. De este modo, el Plan Global creado en Bretton Wood, y que se basaba en la naturaleza excedentaria de la economía norteamericana, se hizo inviable cuando EE.UU. se convirtió en el país más endeudado del mundo y sus problemas de deuda comenzaron a contagiar a los demás países (Gran Bretaña y Francia abandonaron la paridad del dólar a comienzos de los años 70. Hubo que poner en marcha, por tanto, un sistema alternativo, y a eso se ocuparon los distintos gobiernos norteamericanos de la década 70 y 80.

El nuevo modelo se sustentaba en el hecho, paradójico, de que, a pesar de que la economía americana era ya deficitaria, el dólar continuó siendo la moneda refugio de los inversores internacionales, que trasladaban a Wall Street inmensas cantidades de dinero. A ello contribuiría la subida espectacular del petróleo de 1973, que, propiciada por el gobierno de los EE.UU., generó enormes beneficios a las compañías petroleras norteamericanas y a las oligarquías de los países productores, cuyos petrodólares cogían el camino a Wall Street como si fuera la Meca de las finanzas (a eso contribuiría el alza de los tipos de interés). Y todo ello impregnado del gran poder de persuasión de la hegemonía militar (nuclear) de los EE.UU. en el mundo.

Así, el Plan Global de Bretton Wood fue sustituido por un nuevo modelo, que Varoufakis llama el “Minotauro global”, por alusión al mito griego de la bestia encerrada en un laberinto cretense (mitad humano, mitad toro), a la que había que alimentar con jóvenes doncellas para saciar su hambre, y al que daría muerte el héroe griego Teseo utilizando el hilo de Ariadna. Ese modelo se consolidó en las décadas de los 70 y 80 y ha durado hasta el crash de 2008, funcionando como un Minotauro cuya principal doncella es Wall Street, que le alimenta con las ingentes cantidades procedentes de los inversores internacionales. Para hacer atractivas esas inversiones, el “Minotauro global”, liberado de mecanismos regulatorios gracia al pensamiento neoliberal y a las acciones (mejor sería decir las omisiones) de los poderes públicos, crea artilugios financieros (los llamados productos derivados) cada vez más sofisticados, cada vez más alejados de la economía real productiva (las opciones de compra de acciones, los seguros de cobertura, las hipotecas subprime, los CDO, los CDS,…) y cada vez con riesgos más elevados. A eso habría que añadir (lo apunto yo, no Varoufakis), la revolución tecnológica en el campo de las TIC y su aplicación al mundo de las finanzas, que da lugar a una economía altamente especulativa al permitir a los inversores obtener pingües beneficios en cuestión de décimas de segundo aumentando exponencialmente el ritmo del proceso de circulación del capital.

En esa época “gloriosa”, el Minotauro ha ido actuando como “mecanismo (no institucional) reciclador de los excedentes” del sistema capitalista internacional, hasta que los desequilibrios internos y la falta de gobernanza (tras la retirada de los reguladores para dejar que el mercado financiero actúe libremente) acabaron hiriéndolo de muerte. En efecto, según comenta Varoufakis, se ha ido produciendo en el “Minotauro global” un desequilibrio cada vez más grande entre la economía productiva y la economía financiera, que, además, están cada vez más interconectadas entre sí. El estallido de la burbuja especulativa, que da sus primeras señales en 2001 con la crisis de las empresas “punto.com” (sobrevaloradas en su valor bursátil), comienza realmente con las dificultades mostradas por algunas entidades financieras en 2007 (Bearn Stearns, BNP-Paribas, Merrill Lynch,…) y luego con la caída de algunas de las más importantes (Lehmann Brothers, 2008), produciendo un efecto contagio en el conjunto del sistema bancario internacional y, de rebote, en la economía productiva, al cortarse las líneas de crédito. El Minotauro no sólo queda herido, sino herido de muerte. Y en esas estamos.

El autor se pregunta al final si el capitalismo mundial puede continuar funcionando sin la existencia del algún “mecanismo de reciclaje de excedentes”, es decir, sin un nuevo Minotauro. Su respuesta es que no, y que si no surge otro, el sistema se va a pique. Por eso, cree Varoufakis que acabará surgiendo un nuevo Minotauro. Después de analizar posibles candidatos (sugiere el Dragón chino, pero lo descarta mientras la demanda interna de China sea tan pobre), opina que será de nuevo en EE.UU. donde se reproducirá la bestia para ir absorbiendo los excedentes de un sistema des-equilibrado internamente.

El libro se acompaña de análisis más sectoriales y por países, que tiene su interés, aunque menor que el del crash 2008. Por ejemplo, analiza el caso de China, Japón y Alemania (este último interesante para explicar el tema europeo). Profundiza en la crisis europea del euro, de la que responsabiliza a Alemania, y da algunas recomendaciones para salir del actual embrollo. La principal (nada original) es la ya comentada por diversos autores sobre el papel del BCE como auténtica Reserva Federal Europea (comprando bonos de los países endeudados), a lo que, en su opinión, se opone Alemania por razones políticas (coste electoral) y económicas (le interesa una zona euro debilitada, pero bajo su control). Esta última parte del libro está escrita de forma algo apresurada y, dados los cambios que se producen un día sí y otro también en el ámbito europeo, sus recomendaciones y diagnósticos quedan superados por los acontecimientos. El primero de esos acontecimientos es, por ejemplo, ver al autor Varoufakis convertido en ministro de Finanzas del gobierno griego de Syriza. ¡Menudo cambio!


REVUELTAS  AGRICOLAS  EN  FRANCIA
(publicado en los diarios del Grupo Joly) (04/08/2015)


Las revueltas agrícolas forman parte de la tradición francesa. En su historia reciente, ha sido habitual que el malestar agrícola de nuestros vecinos se haya manifestado en forma de cólera contra los camiones españoles, italianos o alemanes que, cargados de fruta o carne, cruzan la frontera en dirección a los mercados europeos (incluidos los franceses, ya que el mercado único y la libre circulación de productos, lo avala). Siempre he pensado que esos actos vandálicos sólo pueden ocurrir con la relajación e incluso complicidad de las autoridades encargadas de reprimirlos, por lo que procuro leerlos en clave política.

Después de varios años de calma, estalla de nuevo la protesta en la agricultura francesa, y vemos estos días cómo se ensaña con los productos agrícolas procedentes del exterior. Cabe preguntarse ¿por qué ahora?. Intentaré aportar algunas reflexiones que nos ayuden a entender lo que les pasa a los ganaderos franceses (ya que esta vez son los ganaderos los que se rebelan), y de paso comprender la complejidad e implicaciones políticas de este tema.

En general, los agricultores europeos están sufriendo dos problemas en la actualidad. Uno, es el efecto del embargo de la UE a Rusia por el tema de Ucrania (con la correspondiente reacción de Putin), que está causando serios perjuicios a algunos subsectores agrícolas, debido a que se le cierra un mercado emergente como el ruso. Como consecuencia de ello, muchos productores se ven impelidos a acudir a los propios mercados europeos con agresivas estrategias de precios generando una feroz competencia con sus conciudadanos de la UE.

El otro problema es el desequilibrio de la cadena alimentaria, debido a la globalización de los mercados alimentarios y a la desaparición de los mecanismos públicos de intervención y regulación. En ese contexto, los productores agrícolas están a merced de las grandes cadenas de distribución, sufriendo en origen las estrategias endiabladas de precios que en algunos productos están por debajo del coste.

Esos dos problemas son comunes a los agricultores de muchos países europeos, que, según su mejor o menor integración con las industrias, los capean como pueden. Por ello, debe haber algún factor interno que explique la cólera de los franceses. Y ahí tenemos que echar mano de la política. Llama la atención que el propio presidente Hollande, adalid de la integración europea, se haya mostrado comprensivo con las protestas de los agricultores, sin emitir ninguna crítica ante lo que es una evidente violación de la libre circulación de productos en el mercado único europeo.

Para entender lo que pasa hay que tener en cuenta lo siguiente. La primera consideración es que, en Francia, se vive ya en la antesala de unas elecciones presidenciales y legislativas (que tendrán lugar en 2017 y que se prevén muy competidas). En ese escenario, el derechista Front National (FN) sigue sumando apoyos, mientras que Nicolás Sarkozy irrumpe con su nuevo partido Les Republicains, aspirando a quitarle espacio al de Marine Le Pen. En esas elecciones (sobre todo en las legislativas) el voto rural será, como siempre, muy importante, debido al reducido tamaño de las circunscripciones electorales francesas (equivalente a nuestras comarcas). Por ello, ninguna fuerza política, ni siquiera la socialista (tradicionalmente de base urbana), quiere enfrentarse a la protesta agrícola de estos días, mostrándose incluso condescendiente con ella, aunque eso obligue al gobierno francés a tener que dar explicaciones en Bruselas y presentar disculpas en las embajadas de Madrid o Berlín.

En segundo lugar, debe tenerse en cuenta que, en Francia, el “sindicalismo mayoritario”, formado por la poderosa FNSEA y su socio CNJA (jóvenes agricultores), está teniendo cada vez más dificultades para liderar la defensa de los intereses agrícolas. Los sindicatos minoritarios (como el MODEF, la Coordination Rurale o la Confederación Paysanne), que suelen tener presencia en algunas regiones, y en algunos subsectores, pero que nunca han tenido la relevancia de los mayoritarios, comienzan a adquirir un protagonismo creciente. Así, en el caso de las actuales revueltas, el protagonismo lo está teniendo la Coordination Rurale (CR), cuyos vínculos con la derecha política son más que evidentes, especialmente con el citado FN lepenista. Además, la reacción vandálica contra camiones españoles y alemanes va directa al corazón de la integración europea, algo que es coherente con el discurso antieuropeísta que manifiestan los dirigentes agrícolas de la CR y los políticos del FN, alimentado además por la ola de desafección contra la UE que se extiende por todos los países europeos.

Finalmente, otro factor a considerar es que el liderazgo del sindicato FNSEA se está viendo cuestionado por la controvertida figura de su actual presidente Xavier Beulin. No es ganadero, sino gran cerealista (propietario de una explotación de 500 has en la Loiret), y además preside el grupo empresarial Avril (Sofiproteol), un holding presente en el sector de las oleaginosas, de las semillas y de los biocarburantes, con una cifra de negocio de casi 7.000 millones de euros. A diferencia de lo que siempre ha ocurrido en la cúpula de la FNSEA (cuyos dirigentes han solido representar al agricultor medio francés, basando en ello su fuente de legitimidad), el actual presidente Beulin es, sobre todo, un empresario con vínculos con el agrobusiness, lo que despierta recelo entre los ganaderos. Su liderazgo como dirigente agrícola es cuestionado, y más ahora en un momento en el que la cólera se dirige también contra los intermediarios industriales y contra la gran distribución. Ello explica que el sindicato Coordination Rurale (CR) esté canalizando la protesta ocupando el espacio que en otras ocasiones controlaba con habilidad los mayoritarios FNSEA y CNJA.

Estas son algunas claves para entender mejor por qué los ganaderos franceses están produciendo ahora unos actos vandálicos que nos trasladan a etapas que creíamos ya superadas en el marco de la Unión Europea.
SOBRE LA GRAN COALICIÓN
(Publicado en el Diario El País) (24/12/2015)

Desde que se conocieron los resultados electorales del 20-D, algunos círculos de opinión proponen la creación de una “gran coalición” a la alemana entre PP-PSOE. El objetivo de esa propuesta es evitar la inestabilidad política y asegurar la gobernabilidad de nuestro país en una situación calificada de emergencia nacional por quienes la plantean. Por bien intencionada que sea, creo que no sería la solución, ya que provocaría más problemas que soluciones.

Antes de explicar mis razones, es preciso aclarar que cuando se habla de una “gran coalición”, se hace referencia a un gobierno constituido por los dos grandes partidos que forman el arco parlamentario. Hay otras coaliciones que no reciben el calificativo de “gran coalición”, al darse entre un partido mayoritario y otro minoritario (como la que formó el mayoritario Partido Conservador británico de Cameron y el minoritario Liberal Demócrata, o la que permitió que gobernara el socialdemócrata alemán Schröder con Los Verdes de Fischer). Tampoco lo son las coaliciones de multipartidos a la italiana.

Las razones por las que estoy en contra de una “gran coalición” PP-PSOE no se basan en una supuesta falta de cultura de pacto en España, ya que no es verdad. Prueba de ello son los numerosos cogobiernos municipales y autonómicos que funcionan razonablemente bien, y los grandes pactos que se dieron a nivel nacional en los primeros años de la transición democrática. Mis razones no son, por tanto, culturales, sino de eficacia política, pues considero que no se dan las condiciones para que esta fórmula sea un medio eficaz de gestionar los graves problemas que tenemos por delante.

Para que funcione una “gran coalición”, es necesario que los dos grandes partidos que se coaligan agreguen un porcentaje tan significativo de votos y escaños, que fuera de ellos quede un panorama político cuantitativamente poco relevante. Por ejemplo, en Alemania, que suele utilizarse como referencia, el cogobierno de la CDU-CSU (democristianos) y el SPD (social-demócratas) reúne en el Bundestag el 80% de los diputados (503 de los 631 que forman el parlamento alemán) y casi el 70% de los votos, según datos de las últimas elecciones (septiembre 2013). Los partidos que no forman parte de la “gran coalición” (Los Verdes y La Izquierda) se reparten el resto de los escaños (un 10% cada uno y algo más del 8% de los votos). Eso significa que, en Alemania, fuera de la gran coalición, queda un panorama político de muy poca relevancia en votos y escaños, y eso hace que dicha fórmula se imponga por razones de eficacia política. Además, es necesario que ninguno de los partidos que formen la “gran coalición” salga fuertemente perjudicado de ella, ya que, en ese caso, sería el propio sistema político el que acabaría resintiéndose. De ahí el equilibrio que mantienen Angela Merkel (CDU-CSU) y Sigmar Gabriel (SPD) para que ninguno de los dos grandes partidos se debilite por formar parte de la “gran coalición”.

Hagamos la simulación en España con los resultados del 20-D, dando por supuesto que hubiera voluntad por parte del PP y PSOE de formar esa “gran coalición”. Entre los dos partidos sólo reúnen el 60% de los escaños (213 de un total de 350) y sólo el 50% de los votos, con lo que fuera de ese gran pacto quedaría un panorama de mucho peso político (casi un 40% de escaños y un 50% de votos). Con esos números es difícil que una “gran coalición” PP-PSOE pueda ser eficaz, ni para garantizar la estabilidad ni para asegurar la gobernabilidad.

Continuando con la simulación, y suponiendo que Ciudadanos apoyara a esa posible “gran coalición”, entre los tres partidos (PP-PSOE-Cs) agregarían algo más del 70% de los escaños y casi el 65% de los votos, con lo que ciertamente se aproximaría a la realidad del caso alemán. Sin embargo, seguiría habiendo una diferencia sustancial respecto al Bundestag, y es que los partidos que quedarían fuera de la “gran coalición” son grupos de peso y relevancia política.

De ellos, destacaría Podemos que, junto a UP-IU (posible alianza parlamentaria), concentrarían más del 20% de los escaños (71). Son grupos que están muy bien organizados en términos de movilización y que expresan el deseo de cambio y regeneración democrática de un amplio sector de la sociedad española que no puede ser ignorado al representar más de seis millones de votos entre ambas fuerzas políticas. Formar una “gran coalición” implicaría que Podemos (con UP-IU y los grupos independentistas) se erigiría en la única fuerza de oposición parlamentaria, con sensación de ser excluida y gozando además de una fuerte capacidad de movilización social. Se crearía una situación de potencial inestabilidad, que es justo lo contrario de lo que se pretende con la fórmula de la “gran coalición”.

Además, en esa situación, sería el PSOE el partido más perjudicado por formar parte de la “gran coalición”, dadas las divergencias entre sus dirigentes sobre este asunto y el escaso apoyo que esta fórmula tiene entre sus votantes. En esas condiciones, el riesgo de salir debilitado y ser superado por Podemos sería muy alto, ocurriéndole lo mismo que al PASOK en Grecia, cuya alianza con Nueva Democracia le debilitó hasta convertirlo hoy en un partido irrelevante. El resultado sería una mayor polarización política al perder espacio la opción de centro izquierda que representa el PSOE.


En definitiva, no veo la utilidad de la “gran coalición” en términos de eficacia política. Veo más eficaz que uno de los dos grandes partidos consiga la mayoría para gobernar, que busque acuerdos con los demás grupos parlamentarios para sacar adelante los presupuestos y aprobar los proyectos de ley, y, sobre todo, que se muestre receptivo para abordar las reformas constitucionales que necesita nuestro país.