domingo, 27 de agosto de 2017

LIBERTAD Y SEGURIDAD TRAS LOS ATENTADOS DE CATALUÑA

Siempre que se produce un atentado terrorista, el debate sobre libertad y seguridad se intensifica en los medios de comunicación y en las tertulias políticas, siendo tema de discusión entre los propios ciudadanos.

Es normal que así sea. El fuerte impacto que tienen hechos de esta índole y el temor a que vuelvan a producirse, generan una lógica alarma en la población, agudizándose la exigencia de reforzar las medidas de seguridad.

Un dilema complejo

El dilema entre libertad y seguridad es complejo. Su complejidad explica alguna, no todas, de las dificultades para prevenir las acciones terroristas en las democracias europeas.

Sintomático de esa complejidad es lo ocurrido con Es Satty, el imán de la mezquita de Ripoll, muerto en la explosión de Alcanar (Tarragona) y cerebro de los atentados. A pesar de estar vigilado por la policía nacional en 2005 a raíz del atentado de Casablanca y pasar cuatro años en prisión por narcotráfico, las diferencias de criterio entre la policía y la judicatura le permitieron obtener residencia en España y campear libremente por nuestro país desde 2014.

Casos similares de desajuste entre la lógica de la seguridad (que guía las acciones de la policía y fuerzas de orden público) y la lógica de la libertad y defensa de los derechos humanos (que guía las del poder judicial), ocurrieron en los atentados de Bruselas, Paris, Niza o Londres.

En estos casos, los terroristas y sus colaboradores, a pesar de estar fichados por la policía, gozaron de una libertad que, otorgada por el poder judicial, les permitió actuar con total licencia para cometer sus actos criminales.

Por un lado, la policía los detiene como sospechosos de atentar contra la seguridad y los retiene el tiempo que establece la legislación vigente. Pero, por otro lado, la judicatura, anteponiendo el derecho a la libertad al de la seguridad, los deja libres si no ve indicios claros de culpabilidad en las acusaciones policiales.

Este es un dilema que las democracias europeas aún no han sabido resolver. Menos todavía se ha resuelto en el caso de la democracia española, mucho más celosa en respetar el derecho a la libertad por haberse construido después de una larga dictadura.

Es éste un complicado asunto que vuelve a plantearse ahora con motivo de los atentados yihadistas de Barcelona y Cambrils. Como en tantos otros temas, el debate sobre libertad y seguridad se ve atravesado por las diferencias ideológicas existentes entre los partidos políticos y las que se producen entre la propia ciudadanía.

Los partidos situados a la derecha y los ciudadanos afines con ellos, suelen ser más proclives a incrementar las medidas de seguridad, aunque sea en detrimento de la libertad. Por su parte, la cultura de la izquierda suele dar prioridad al derecho a la libertad y ser más reacia a apoyar cualquier medida que lo coarte, aunque ésta sea con el argumento de garantizar la seguridad ciudadana.

La falta de consenso en torno a la llamada “ley mordaza”, o el rechazo de algunos grupos de la izquierda (como Unidos Podemos o ERC) a participar en el “pacto antiyihadista”, es un buen ejemplo de ello.

Para tratar de resolver este dilema, el reto es, por tanto, encontrar un punto de equilibrio entre esos dos derechos, que permita alcanzar un amplio consenso político sobre ello. Este es un tema de la máxima relevancia, que no puede ser objeto de una política de gobierno, sino de una política de estado.

La seguridad como garantía de la libertad

La libertad es, sin duda, uno de los más importantes derechos, por no decir el más importante, que debe ser protegido en una democracia. Pero la libertad sin seguridad queda en papel mojado, ya que el ciudadano sólo puede ser libre si se siente seguro para ejercer sus derechos y satisfacer libremente sus deseos.

Aumentar la seguridad coarta, sin duda, la libertad en alguna medida. Lo percibimos, por ejemplo, cuando se ponen cámaras de vigilancia en las calles, se instalan arcos de control de viajeros en estaciones y aeropuertos o se intensifican los controles policiales en las carreteras. La cuestión es saber si la reducción de la libertad que tales controles conllevan, está justificada por la gravedad de los hechos y si es recompensada con una mejora de la seguridad.

Cuando se producen atentados terroristas, suele generarse en la ciudadanía un justificado temor que, sin embargo, no es proporcional al riesgo real de ser víctima de alguno de esos atentados.

Son significativos los datos que ofrece al respecto Ignacio Sánchez-Cuenca en el artículo “¿Y si ponemos el terrorismo en perspectiva?” publicado el 22 de agosto en la revista digital CTXT. A partir de la información proporcionada por uno de los máximos expertos en cuestiones de seguridad internacional (el norteamericano John Mueller), se indica en dicho artículo que el riesgo por terrorismo en las democracias occidentales es mucho más bajo que el que se produce en otros ámbitos de nuestra vida cotidiana.

Ello no impide que nos sintamos amenazados cuando ocurren atentados, al tenerse la sensación de poder ser víctima del siguiente que vaya a producirse. Tampoco ese bajo riesgo de sufrir un atentado elude la responsabilidad que tienen los gobiernos de reforzar la seguridad para evitarlos o minimizarlos.

El riesgo cero no existe en sociedades abiertas como las democracias actuales. Nadie está exento de ser víctima de un atentado terrorista, como tampoco de sufrir un accidente de avión o de automóvil o de quedar atrapado en un incendio o sacudido por una inundación o un terremoto. La eficacia policial en el celo por la seguridad contribuye, sin duda, a minimizar ese riesgo, pero nunca lo elimina del todo.

Ante un acto terrorista, respuestas como “No tenemos miedo” o “Los terroristas no alterarán nuestra vida en libertad”, son el resultado de un esfuerzo de la voluntad con el que procuramos exorcizar el temor que inevitablemente nos invade en estos casos. Pero suelen ir acompañadas de la exigencia de más seguridad.

Por eso, si queremos continuar viviendo en libertad tendremos que aceptar que se aumenten hasta ciertos límites los controles de seguridad. La cuestión es dónde poner esos límites, y eso corresponde al ámbito de la política, que es donde se debe legislar para, con el máximo consenso posible, acotar el campo de la libertad y de la seguridad.

La ley, como instrumento regulador

De las leyes emanan las normas que guían las actuaciones de las fuerzas de seguridad, de la fiscalía y de la judicatura. Son las leyes la principal garantía de los derechos ciudadanos en una sociedad democrática.

Por eso, en este delicado asunto, las leyes que velan por la seguridad (reformas del código penal, legislaciones contraterroristas,…) no pueden ser fruto de la imposición de unos grupos políticos sobre otros, sino de la cooperación. Deben ser, como he señalado, políticas de estado, no de gobierno.

Las limitaciones de la libertad en aras de la seguridad no pueden establecerse de forma general, sino sólo para situaciones excepcionales. Dada la relevancia del derecho a la libertad en las sociedades democráticas, deben tipificarse con la máxima escrupulosidad y el máximo rigor jurídico los delitos para los cuales estaría justificado que se coarte el derecho de todo ciudadano a llevar una vida libre, pero también segura.

Por ejemplo, no se debe equiparar a un acto de exaltación del terrorismo la libre expresión de opiniones en un twitter o en la letra de una canción, por muy radicales y ofensivas que sean, ni tampoco la representación de una obra de teatro callejero por mucho que hiera determinadas sensibilidades. Son expresiones de libertad de las que sus autores sólo son responsables ante las personas que puedan sentirse ofendidas por tales manifestaciones; para dirimir el conflicto que se genere en torno a ellas deben actuar los jueces, más que la fiscalía.

La seguridad es, en definitiva, un derecho que tiene sus límites, al igual que los tiene la libertad. Para resolver este complejo dilema, las respectivas posiciones de los partidos políticos sobre la libertad y la seguridad deben rebajar sus maximalismos y encontrar un denominador común.

Sólo así puede ser posible un funcionamiento práctico y eficaz de la democracia en los actuales contextos de amenaza terrorista global.

martes, 15 de agosto de 2017

ELOGIO  DEL  AUTOBÚS  INTERURBANO    

(Versión ampliada del texto publicado en el Diario Córdoba el 15/08/2017)


A mi amigo Francisco Entrena,
profesor de sociología de la
Universidad de Granada 
e impenitente usuario del autobús interurbano.


La movilidad de las personas es el signo de los tiempos. Aunque el deseo de desplazarse libremente de unos lugares a otros ha sido una constante a lo largo de la historia, su intensidad es hoy un rasgo característico de nuestra cultura. 

Disponer de buenas infraestructuras viarias y tener acceso a eficientes medios de transporte facilita la movilidad, rompiendo el aislamiento tradicional que condenaba a muchos pueblos a la marginación. En el caso de las zonas rurales, la movilidad es un problema fundamental dada la dispersión y el menor tamaño de los núcleos de población.

Desde que se le ha dado prioridad a la alta velocidad, el tren ha dejado de ser hoy el medio de transporte público que cohesiona los territorios, al haberse cerrado estaciones y suprimido líneas regionales/comarcales. Su lugar ha sido ocupado por el autobús.

La modernización de la flota de autobuses, junto a la mejora de las carreteras, lo convierte en un medio seguro y de coste asequible para amplias capas de la población, además de ser un medio eficiente en términos energéticos. Contribuye a la lucha contra los efectos del cambio climático, ya que sus emisiones de CO2 por viajero son seis veces más bajas que las del automóvil, y consume tres veces menos combustible por km y viajero. Es además un medio eficiente desde el punto de vista social, ya que produce el doble de viajeros por km que el ferrocarril, y el triple que el avión.

En nuestro país, la red “Autobuses de España” presta un servicio público mediante 86 contratos de gestión de operadores privados con la Administración General del Estado. Esta Red recoge viajeros en 3.350 paradas, repartidas entre poblaciones que se extienden por más de 2.000 municipios, y la longitud total de líneas es de 76.275 kms (con una longitud media de 886,9 Km por concesión). La flota está formada por 1.179 autobuses (el 38,3% dispone de medidas de accesibilidad para las personas con discapacidad). El volumen global de viajeros transportados en 2015 fue de casi 30 millones y la cifra de viajero-km durante ese año fue de más de 5 millones.

Me gusta viajar en autobús para desplazarme a pueblos o ciudades a los que no llega el tren o llega con horarios inapropiados, y lo hago en bastantes ocasiones, prefiriéndolo al automóvil. Comprendo que hay que cambiar el chip, y asimilar que se viaja a otro ritmo (slow-slow) y en condiciones diferentes a las habituales, tan frenéticas (fast-fast) Pero compensa, créanme. 

He comprobado a lo largo de los años la mejora que se ha producido en el servicio de autobús, tanto en puntualidad, como en comodidad y confort para los viajeros. A ello ha contribuido la competencia y la aparición de sistemas colaborativos de transporte, tales como el blablacar. Como todo en la vida, el sistema de transporte colectivo en autobús interurbano es mejorable, pero hemos de reconocer que ha alcanzado un grado de confortabilidad tal, que permite prestar un buen servicio a los ciudadanos.

El mundo del autobús es, además, un mundo singular, distinto al de las estaciones ferroviarias, cada vez más parecidas a pequeños aeropuertos. Es otro país. En torno al autobús gira una variada configuración de grupos sociales: inmigrantes que se desplazan en sus habituales itinerarios en busca de empleo; trabajadores que residen en una determinada localidad y se desplazan a otra por razones laborales; estudiantes que van y vienen de la capital de la provincia a los pueblos donde residen; personas con menos recursos económicos para los que el alto coste del automóvil les resulta prohibitivo; personas discapacitadas que sólo tienen el autobús como medio accesible para desplazarse; personas de la tercera edad que ya no pueden o no se atreven a utilizar el automóvil,…

Estos grupos forman el paisaje de una España rural y urbana que quiere continuar viviendo en sus pueblos, que ve en la movilidad un modo de mejorar sus condiciones de vida y que encuentra en el autobús el medio ideal para sus desplazamientos.

Es por ello que la red de autobuses contribuye a que puedan interconectarse los municipios entre sí y, por ende, a que aumente la cohesión entre ellos. Por ese motivo, la potenciación y mejora de este sistema de transporte colectivo debería formar parte de los grandes ejes de actuación de los programas de desarrollo territorial, al ser, además, una pieza fundamental en la lucha contra el despoblamiento rural.

A veces, en ciudades de tamaño medio, nos obcecamos en buscar soluciones muy costosas para interconectar a los pueblos de la provincia con la capital (por ejemplo, trenes de cercanías,...) y olvidamos que la mejor y más eficiente solución es disponer de un buen sistema de transporte en autobuses interurbanos.

Hay un amplio margen de mejora en este campo de la movilidad sostenible en las zonas rurales (ver el artículo de Gonzalo de Ana http://ecomovilidad.net/global). En lo que respecta al transporte en autobús, es indudable que se debe continuar mejorando en calidad, confort y seguridad, así como en aumentar la flota de autobuses y en mejorar la eficiencia del sistema de paradas (frecuencias de paso), para lo cual se están experimentando con éxito modelos como el "transporte a la demanda".

Muchas de esas innovaciones pueden hacerse desde la iniciativa privada, pero otras, que exigen mayor inversión, necesitan apoyo público para poder llevarlas a cabo. Es por eso el interés de incluir este eje del transporte sostenible en los programas europeos de desarrollo territorial financiados por los fondos estructurales (tales como el FEDER y el FEADER) y de cohesión.