jueves, 27 de octubre de 2016

LIBERTAD DE VOTO Y ABSTENCIÓN


El Comité Federal del pasado domingo resolvió el endemoniado "trilema" que tenía el PSOE acordando, por mayoría de sus miembros, abstenerse en segunda votación para desbloquear la situación política y facilitar la investidura de Rajoy.

Pero se le abre ahora un nuevo dilema: si obligar a todo el grupo parlamentario a que se abstenga acatando la disciplina de voto, o acordar la abstención parcial (abstención técnica) de sólo el número de diputados que sea necesario para la investidura.

La intención de la actual Comisión Gestora es persuadir a todos los diputados para que, en bloque, se abstengan, pero la realidad es que eso ya no va a ser posible después de que el PSC haya decidido votar en contra. De este modo, la división del grupo parlamentario es un hecho, una división que podría agravarse si el ejemplo de disidencia de los socialistas catalanes lo siguen otros diputados contrarios a la abstención.

Algunos analistas, y no pocos militantes del PSOE, proponen una abstención parcial dejando libertad de voto para que cada diputado vote en conciencia. Ante esa posibilidad, la dirección socialista y algunos respetados dirigentes históricos consideran que no tiene sentido apelar a la conciencia sobre un tema, como el de la abstención, que es de naturaleza no moral, sino política. Me permito dar algunas opiniones sobre este asunto.

En general, se puede estar de acuerdo en que la posición de un grupo parlamentario respecto a un asunto como el de abstenerse ante la investidura de un candidato de la oposición, es una decisión política. Pero el caso que nos ocupa (la investidura de Rajoy) tiene una singularidad tal, que lo convierte también en un asunto de naturaleza moral.

Los 96 miembros del Comité Federal que votaron en contra de la abstención lo hicieron con el argumento de que es “inmoral” facilitar la investidura de un candidato, como Rajoy, que preside un partido lleno de corrupción y sobre el que, siendo presidente del mismo, no ha asumido responsabilidad alguna. Es el mismo argumento que seguro esgrimen muchos parlamentarios socialistas contrarios a la abstención. Son posiciones que tienen una base moral, y que, por ello, trascienden el ámbito exclusivo de la política para entrar en el terreno de la conciencia.

Tiene sentido, por tanto, tratar este asunto como un asunto no sólo de naturaleza política, sino también moral, y en consecuencia sería coherente con ello que la Comisión Gestora dejara libertad de voto para que cada diputado socialista actúe según su conciencia en las votaciones que se van a desarrollar en la sesión de investidura del candidato Rajoy.

En otras ocasiones, excepcionales bien es verdad, el PSOE ha dejado que sus diputados voten en conciencia, y esta vez la situación es también excepcional, por lo que la Comisión Gestora debería plantearse esa opción como la mejor salida al dilema socialista.

Es, además, una salida que, en términos prácticos y no morales, resuelve el actual dilema con el menor coste posible para el PSOE, dado que hay asegurada una mayoría de diputados que se abstendrán, garantizándose así la aplicación en sede parlamentaria de la decisión del Comité Federal.

No me parece una posición inteligente de la Comisión Gestora, esgrimir la disciplina de voto cuando, de hecho, siete diputados (los del PSC) ya han anunciado que la romperán, y cuando puede haber algunos más que también la rompan en el momento de la votación.

Aferrarse a la disciplina de voto cuando los métodos de persuasión (sanciones incluidas) no van a ser eficaces, es una posición rígida de alto riesgo, ya que conduciría no sólo a visibilizar aún más la división existente en las filas socialistas, sino a generar un conflicto interno de no fácil gestión.

En definitiva, el sentido del voto de un grupo parlamentario es, en general, un asunto político que, en situaciones normales, exige la disciplina de voto para dar certidumbre a la posición de un partido político.

Pero en momentos excepcionales, como éste, donde se mezclan cuestiones morales y políticas, y cuando la división de grupo parlamentario socialista es un hecho, dejar que los diputados voten según su conciencia, sería una solución no sólo aceptable, sino necesaria para evitar males mayores.

viernes, 21 de octubre de 2016

ABSTENCIÓN  SOCIALISTA  E  INTERESES  GENERALES
(actualizado después de la votación en el Comité Federal del PSOE)   


Entramos en unos días cruciales para que se produzca el desbloqueo de la actual situación política en España. En el Comité Federal del PSOE del domingo, se ha decidido por 139 votos a favor y 96 en contra, abstenerse en la segunda votación de la sesión de investidura de Rajoy, lo que facilitará la formación de un gobierno del PP.

Ha sido una sesión impecable en términos democráticos, tras más de 50 intervenciones (unas a favor de la abstención y otras en contra). Consultar a la militancia era una propuesta legítima, pero también la de no hacerlo, ya que los estatutos del PSOE indican que es el Comité Federal el órgano competente en temas relacionados con la política de pactos. Por tanto, el PSOE ha hecho un buen ejercicio de democracia interna. Ahora toca explicar la decisión y asumir las críticas internas y externas que puedan venir.

Lo que me interesa aquí es reflexionar sobre el tema de la gobernabilidad y el interés general, un tema que ha sido tenido poco en cuenta en este endemoniado carrusel táctico en el que cada dirigente socialista, cada militante y muchos votantes del PSOE, han hecho sus cábalas y valoraciones pensando siempre desde una perspectiva de partido.

También este tema ha estado ausente en la estrategia inmovilista del PP desde el 20-D, una estrategia guiada por intereses partidistas, esperando que sean los demás partidos los que se agoten, sin importarle ni un ápice el problema de la gobernabilidad y los intereses generales del país. Si le hubiera importado, se habría abstenido ante el pacto PSOE-Cs o incluso habría propuesto otro candidato distinto a Rajoy en la pasada sesión de investidura.

Centrándonos en el entorno socialista, encontramos, de un lado, a los que defienden la abstención, y así lo han planteado en el Comité Federal, a entender que es la mejor opción para el PSOE si se quería evitar unas terceras elecciones que conducirían a un empeoramiento de la situación del partido ante las expectativas de que el PP incremente su apoyo electoral y Podemos logre el sorpasso que no consiguió el 26-J. El dirigente extremeño Fernández Vara, uno de los más firmes defensores de la abstención, ha sido claro en este sentido: “No estamos eligiendo entre que gobierne o no Rajoy, sino entre que gobierne hoy o lo haga dentro de 55 días en mejores condiciones que ahora”. Es éste un planteamiento defensivo con la mirada puesta en los intereses a corto plazo del PSOE.

De otro lado, están los que han venido opinando que no se debe permitir que gobierne un partido corrupto como el PP, presidido por un dirigente como Rajoy, cómplice por acción u omisión de los desmanes de la trama Gürtel o de los papeles de Bárcenas. Esa posición, defendida con firmeza en el Comité Federal, y apoyada aparentemente en una base ética (es inmoral facilitar el gobierno a Rajoy), está también marcada por un objetivo táctico (si el PSOE se abstiene, cavará su propia tumba y será sustituido por Podemos en el liderazgo de la izquierda).

Entre los partidarios de alguna de esas dos opciones no he escuchado argumentos guiados por el interés general y que vayan más allá de los intereses partidistas. Salvo alguna excepción (como la de Ramón Jáuregui), no he oído decir a los actuales dirigentes socialistas que, en ausencia de mayoría alternativa, la abstención deba justificarse por el objetivo de favorecer la gobernabilidad de un país como el nuestro sumido en una coyuntura tan compleja como la actual. Tampoco he escuchado apelar al interés general entre los que apuestan por la no abstención y el rechazo a la investidura de Rajoy. Sólo he escuchado posicionamientos tácticos guiados por el interés de partido.

Sin embargo, creo que el tema de la gobernabilidad y el interés general es relevante y debería haber estado presente en los debates del Comité Federal del PSOE. Una vez tomada, la abstención no debe presentarse como un mal menor, como una mera justificación táctica planteándola como si fuera algo vergonzante para el partido, sino explicarla en positivo, en términos de la gobernabilidad y los intereses generales, y obrar en consecuencia. No sentir vergüenza por abstenerse, sino hacerlo con el orgullo de contribuir a la gobernabilidad de nuestro país en un momento tan complicado como el de ahora y ante la magnitud de los retos que tenemos por delante.

Sólo así el PSOE podrá marcar un territorio diferenciado respecto a otros grupos (como Podemos) y podrá estar en condiciones de recuperar ante la ciudadanía la credibilidad como alternativa de gobierno, aunque ello le suponga costes elevados entre sus militantes. Sólo desde esa base, la abstención tendrá alturas de miras y no será una decisión política de vuelo bajo pensando sólo en los intereses del partido.

Porque si, guiada por un objetivo táctico, la abstención queda como una decisión coyuntural para permitir que Rajoy forme gobierno, pero el PSOE opta, como ya han señalado algunos dirigentes socialistas (como Iceta o Madina), por una estrategia obstruccionista en el Parlamento para hacer imposible que el PP gobierne, me temo que el recorrido de la legislatura será muy corto, y tendremos nuevas elecciones de aquí a un año. Lo único que se habría conseguido con ello es desbloquear temporalmente la situación política de hoy, pero para continuar con el bloqueo al día siguiente de la formación del nuevo gobierno. Para ese viaje, el PSOE no necesita las alforjas de la abstención, salvo que con ello sólo busque ganar tiempo con la esperanza de recomponer sus hoy mermadas y divididas bases de apoyo y hacer frente al empuje de Podemos.

Comprendo que en la lógica interna de todos los partidos políticos, cuya aspiración es alcanzar el poder, las decisiones se suelen tomar pensando en los intereses del partido, y así ha sido desde que se fundó la democracia en Atenas. Pero en partidos con vocación de gobierno se debe pensar también en el interés general, contribuyendo a asegurar la gobernabilidad, generando certidumbre y garantizando la estabilidad política.

Y eso, en el caso del PSOE, no sólo consiste en que el aún primer partido de la oposición se abstenga para, ante la imposibilidad de armar una mayoría alternativa, facilitar el gobierno del partido que ganó las elecciones el 26-J. Es necesario, además, que adopte una actitud colaboradora y apueste por una estrategia basada en la cultura del pacto y el acuerdo sobre los grandes retos que tiene pendiente nuestro país, en vez dejarse atrapar por la táctica de Podemos de bloquear desde el minuto uno la acción del gobierno.

Obviamente, para alcanzar acuerdos es necesario que el futuro gobierno del PP tenga una actitud favorable a ello, abandonando posiciones excluyentes y estableciendo puentes con los grupos de la oposición para abordar materias tan importantes como la reforma constitucional (para tratar de darle una salida a las tensiones territoriales), la reforma educativa, la seguridad ciudadana, la lucha contra el terrorismo yihadista, la reforma de las pensiones o la participación activa en las instituciones europeas.

La primera prueba de toque se verá en el próximo discurso de investidura de Rajoy, donde el candidato del PP tendrá oportunidad de mostrar cual será la actitud de su gobierno para la próxima legislatura y cómo piensa gobernar en situación de minoría. Ahí, en la sesión de investidura, Javier Fernández, el presidente de la Comisión Gestora del PSOE, tendrá también la oportunidad de mostrar ante los ciudadanos qué actitud van a desarrollar los diputados socialistas en su labor de oposición: si cooperadora u obstruccionista.

Si el PSOE es capaz de definir en el debate de investidura una estrategia propia (no seguidista ni dependiente de lo que haga Podemos) y es capaz de mostrar su voluntad de alcanzar grandes acuerdos de gobernabilidad con el PP, siempre que éste muestre también una actitud abierta y colaboradora, le habrá merecido la pena el enorme esfuerzo de abstenerse. Marcará con ello un territorio propio en su estrategia de oposición, un territorio acorde con la trayectoria reformista y de vocación de gobierno que ha tenido el PSOE desde 1978, y que está en la esencia de su ideología socialdemócrata, aunque ello le genere deserciones entre su militancia.

Pero si la estrategia de la abstención va a consistir en desbloquear la actual situación política para bloquear más tarde la acción de gobierno apuntándose a tácticas obstruccionistas y de movilización permanente, de poco le habrá servido al PSOE abstenerse salvo para ver cómo se amplían las divisiones y desgarros internos que ha sufrido en estos últimos meses y cómo se achica su espacio político en beneficio de otros partidos.

jueves, 6 de octubre de 2016

EL   PLEBISCITO   COLOMBIANO,    
O  LOS  RIESGOS  DE  LA   DEMOCRACIA   DIRECTA

El pasado referéndum o plebiscito colombiano, su sorprendente resultado y el modo como se desarrolló la campaña, permiten reflexionar sobre los riesgos de la democracia directa cuando temas complejos y de una elevada carga emocional se someten a consulta popular de carácter binario en la que no cabe más respuesta que el sí o el no.

Las fórmulas participativas y de democracia directa son variadas (presupuestos participativos, encuestas deliberativas, jurados ciudadanos,…) y han producido interesantes resultados en el mayor acercamiento de la ciudadanía a la gestión de los asuntos públicos. 

No obstante, son los plebiscitos o referéndum los que tienen más implicaciones políticas, por lo que suelen ser objeto de mayor controversia, sobre todo cuando los resultados que provocan no son los esperados, como fue el caso del Brexit en el Reino Unido o ha sido ahora el plebiscito sobre los acuerdos de paz en Colombia.

Con objeto de contribuir al debate sobre la conveniencia y oportunidad de la democracia directa sobre determinados temas y en contextos donde predominan los sistemas de democracia representativa, voy a dar algunas opiniones aprovechando la experiencia del plebiscito colombiano.

La “cuestión guerrillera” en Colombia

La insurrección guerrillera en Colombia se explica, entre otras cosas, como reacción popular al pacto excluyente formalizado en los años 1950 por las élites tradicionales (una especie de alternancia caciquil entre conservadores y liberales, que ponía fin a un largo periodo de guerras civiles, bien narrado por García Márquez en una de las partes de su célebre novela “Cien años de soledad”).

Era aquél un pacto que dejaba fuera de la participación política a amplias capas de la sociedad colombiana y bloqueaba cualquier proyecto reformista, condenando a la marginalidad y la pobreza a vastas áreas del medio rural en las que la concentración de la propiedad de la tierra había alcanzado elevadas cotas de desigualdad.

La reacción contra el pacto de las élites políticas tradicionales fue protagonizada entonces por sectores universitarios urbanos y por grupos campesinos, influidos ambos por la teología de la liberación, el castrismo y, sobre todo, por el guevarismo y su estrategia “foquista”, tan en boga en los años 1960 en Latinoamérica.

Ello dio lugar a la creación de diversos grupos armados (urbanos en unos casos, rurales en otros), hasta el punto de que, en los años 1980, llegó a haber en Colombia hasta seis organizaciones guerrilleras, siendo la más importante las FARC.

Después del fracaso de las estrategias guerrilleras en los países latinoamericanos y de la crisis del castrismo, tras el desplome soviético y la caída del muro, la gran mayoría de los movimientos insurgentes acabaron rindiéndose a la acción militar de los gobiernos e incorporándose a la vida política, en algunos casos con relativo éxito (por ejemplo, en Salvador o en Uruguay).

Colombia sería la excepción, sólo explicable por su compleja orografía y por la ausencia de poder estatal y de políticas públicas en amplias zonas afectadas por la más extrema pobreza (y en las que la guerrilla se convirtió en un poder de facto), a lo que habría que añadir la posterior imbricación de las organizaciones guerrilleras con el narcotráfico (su gran fuente de ingresos económicos).

Tras los efectos del llamado Plan Colombia (bajo la presidencia de Alvaro Uribe), con una importante ayuda económica y militar de los EE.UU., los movimientos guerrilleros fueron debilitándose hasta alcanzar ese punto en el que buscaban una salida a una situación ya insostenible (en los años 80 ya había emprendido ese camino el movimiento guerrillero M19, cuyos líderes se incorporaron sin problemas a la vida civil y política).

En ese contexto de acoso militar, influido sin duda por el favorable escenario de la apertura cubana y la presidencia de Obama, el gobierno liberal de J. Manuel Santos emprende unas negociaciones de paz con las FARC, el más importante, aunque no el único, de los movimientos guerrilleros que quedaban en Colombia y que, si bien debilitado, no había sido derrotado por el ejército.

Tras varios años de encuentros y de sucesivos altibajos, las negociaciones finalizaron con la firma de los acuerdos de La Habana el pasado 26 de septiembre ante la comunidad internacional.

La complejidad de los acuerdos de La Habana y el recurso al plebiscito

Los acuerdos de La Habana son de una enorme complejidad, incluyendo medidas que provocaron gran controversia en la sociedad colombiana (principalmente, el tema de la justicia transicional y el cupo garantizado de escaños para facilitar la participación política de los antiguos guerrilleros).

Ante la complejidad del tema y la carga emocional que arrastra un conflicto que se ha cobrado miles de víctimas en sus 50 años de historia, cabe preguntarse si era conveniente someter ese tipo de acuerdos a un referéndum, si no estaría corriendo un riesgo innecesario el proceso de paz y si no habría sido mejor limitarse a aprobarlos en sede parlamentaria.

Como había ocurrido con el Brexit británico, ese tipo de plebiscitos no parece que sea el método más adecuado para decidir sobre temas complejos, ya que es fácil que se contaminen con otros asuntos, y que, en torno a ellos, acabe imponiéndose el apasionamiento sobre la razón.

Para los negociadores de los acuerdos de paz, recurrir al referéndum se justificaba porque era darle a lo acordado un plus de legitimidad, superior al que pudiera otorgarle su aprobación parlamentaria. Además, se buscaba con el referéndum incorporar a la Constitución colombiana el contenido de las 297 páginas de los acuerdos, incluyendo algunas medidas de difícil encaje constitucional.

Aun así no parecían convincentes esas razones por cuanto significaban forzar una reforma constitucional mediante un referéndum al que se le había rebajado al 15% el porcentaje de participación necesario para que sus resultados fueran considerados jurídicamente válidos, al preverse una elevada abstención. Con una exigencia tan baja de participación, sería bastante escaso el plus de legitimidad que el referéndum pudiera darle a los acuerdos de paz.

El riesgo que se corría con la consulta superaba los posibles beneficios que el referéndum podría proporcionarle a un proceso de paz tan complejo y laborioso, y a una negociación que tanto esfuerzo y renuncia había exigido a todas las partes implicadas.

Ahora, tenemos el resultado de un referéndum en el que ha ganado el No (por la escasa diferencia de algo más de 50.000 votos) y donde se ha dado el más bajo nivel de participación de los últimos veinte años de Colombia (no ha llegado al 40%, influido por los efectos del huracán Matthews en algunas zonas).

Más allá de las explicaciones que den los especialistas al resultado, no cabe duda de que ha sido un fracaso para los promotores de la consulta, además de un fiasco para el conjunto del país por lo que supone de división interna, dejando una situación grave y difícil de gestionar.

Una sociedad polarizada

Durante la campaña del referéndum, el masivo apoyo internacional al proceso de paz, con implicación directa de organismos como la FAO (con un artículo firmado por su director general el brasileño José Graziano da Silva), de cantantes como Juanes y Carlos Vives, de deportistas como el ciclista Nairo Quintana y el futbolista Falcao o de escritores como Vargas Llosa (que fue interpelado en una interesante carta abierta por su amigo colombiano el también escritor Plinio Apuleyo Mendoza), trasladaba la impresión de que era mayoritaria en Colombia la opinión favorable a los acuerdos con las FARC.

En términos ético-normativos, se había construido un relato en el que la razón y el bien parecían estar de parte del presidente Santos y de los partidarios del Sí, mientras que la sinrazón y el mal se les atribuían al expresidente Uribe y a los que defendían el No en el referéndum.

En un escenario así dibujado, donde de manera tan simplificada se planteaba el referéndum colombiano como una lucha entre el Bien y el Mal, era fácil caer en el espejismo de que vencería el Sí, es decir, los representantes del Bien. La sorprendente escenificación de los acuerdos en un solemne acto previo al referéndum (con la presencia de altos mandatarios internacionales, todos vestidos de blanco) contribuyó a la euforia del Sí, aunque, viéndolo, cabía pensar si no se estaba vendiendo la piel del oso antes de cazarlo.

Por eso, cuando se supo la noticia (inesperada) de que la victoria había correspondido a los partidarios del No, la primera reacción ha sido preguntarnos ¿cómo ha podido ocurrir esto?, ¿se han vuelto locos los colombianos?.

Sin embargo, la realidad es que no era todo tan simple, sino mucho más complicado y lleno de matices y paradojas. Debajo de la imagen idílica que se había construido sobre un país al que se le suponía cabalgando a lomos de un caballo blanco hacia la paz, había la realidad de una sociedad colombiana que estaba ya bastante polarizada desde hacía varios años y que ahora se polarizaba aún más en torno a un tema cargado de emoción y resentimiento y donde se mezclaban afanes de venganza y revanchismo con actitudes sinceras de reconciliación.

Junto a los admirables y bien publicitados testimonios de perdón por parte de víctimas de la violencia provocada por las FARC, había también actitudes no tan proclives al olvido ni tan dispuestas al perdón, pero eran testimonios que apenas habían ocupado el foco de atención de los medios internacionales de comunicación.

Cuando el sábado, último día de campaña, se lee la entrevista que, casi a deshora y como disculpándose, le hizo el diario El País al diputado Iván Duque (responsable de la campaña de los partidarios del No), uno se da cuenta de la complejidad de la situación y de que no era tan segura la victoria del Sí.

Son interesantes las razones (nada malévolas) que éste esgrimía para oponerse a los acuerdos de paz (la seguridad jurídica, la impunidad, la ausencia de pena carcelaria por delitos de sangre, la interpretación forzada del texto constitucional, la concesión de curules en el Congreso colombiano,…). Llamaba también la atención su último comentario, en el que decía que, fuera cual fuese el resultado del referéndum, su principal efecto sería haber dividido a la sociedad colombiana, si bien obviaba el hecho de que su propio partido (el uribista Centro Democrático) era el que más había contribuido a esa polarización.

La democracia directa y sus riesgos

La experiencia del plebiscito de Colombia y su desenlace, es una buena oportunidad para reflexionar sobre si era necesario provocar aún más división en la sociedad recurriendo a métodos de democracia directa cuando la democracia representativa tiene vías suficientes para legitimar las decisiones de los representantes políticos, sobre todo si estamos ante cuestiones complejas.

Además, como ha ocurrido en otros referéndums, sabemos de los riesgos de este tipo de plebiscitos, que se llenan de burdas simplificaciones proclives a las medias verdades y la mentira, y que se contaminan fácilmente con otros temas, como el malestar por la situación económica, el desgaste del gobierno que los convoca o las propias estrategias particularistas de los partidos políticos.

Todo eso ha sucedido en Colombia, donde dirigentes, como el presidente Santos, el procurador (fiscal) general del estado Ordóñez, el vicepresidente Germán Vargas y el propio Uribe, han aprovechado el referéndum para medir sus respectivas agendas políticas.

Ésa es la enseñanza que, junto al Brexit, nos da el plebiscito colombiano. A veces, en demasiadas ocasiones, la política, que debería servir para la resolución de los problemas de los ciudadanos, provoca el efecto contrario, y acaba agravándolos, cuando los políticos, impulsados por buenas intenciones o por perversos cálculos electoralistas, deciden sobre temas complejos recurrir a métodos de democracia directa haciendo dejación de sus responsabilidades como representantes elegidos.

De ese modo, se termina denostando los métodos participativos en general, sin diferenciar unos de otros y sin tener en cuenta que, bien utilizados, son de gran utilidad para conocer la opinión de los ciudadanos sobre determinadas cuestiones políticas y para implicar a la ciudadanía en la gestión de los asuntos públicos.