DE #MÁSTERES Y #POLÍTICOS
Otra lectura
(versión ampliada del artículo publicado en el Diario Córdoba el 21/04/2018)
En memoria de Miguel Manaute,
quien fuera Consejero de Agricultura
de la Junta de Andalucía (1982-1990)
con sólo bachillerato elemental.
Aún recuerdo cuando, al comienzo de los años 1980,
no pocos empresarios agrícolas se escandalizaban al ver cómo el presidente de
la Junta de Andalucía (Rafael Escuredo) nombraba Consejero de Agricultura a
Miguel Manaute, pequeño parcelista de El Arahal (Sevilla), sin estudios
superiores que le avalaran.
Se preguntaban ¿cómo era posible que al frente de
una Consejería tan significativa para Andalucía se pusiera a una persona
iletrada con sólo bachillerato elemental, y no a un ingeniero agrónomo de
prestigio? Luego, resultó que Manaute supo rodearse de un excelente equipo de
técnicos y funcionarios, ingenieros, sociólogos y economistas, con capacidad
más que sobrada para poner las bases de lo que es hoy la Consejería de
Agricultura, Pesca y Desarrollo Rural de esta Comunidad Autónoma.
Traigo esto a colación con motivo del debate sobre
el falso máster de Cristina Cifuentes y el asunto de los políticos que han
“inflado” sus CV, e incluso falseado, en una carrera frenética por no sentirse
descalificados ante la opinión pública si no muestran tener una licenciatura o
un máster de postgrado. Dado que se ha escrito y hablado lo suficiente sobre
ambos asuntos, no es mi propósito abundar más en ello, pero sí analizarlos
desde una perspectiva que, en mi opinión, no ha sido tratada, y sobre la que
expongo algunas reflexiones.
La "titulitis", como patología
En una sociedad, como la española de hoy, en la que crece el porcentaje de la población que tiene título universitario, es bueno que también lo tengan los que se dedican a la política, reflejando mejor la realidad social que representan. Pero no me parece acertado ni tampoco conveniente magnificar la importancia de los títulos universitarios en la política, ya que eso puede tener efectos perversos.
En una sociedad, como la española de hoy, en la que crece el porcentaje de la población que tiene título universitario, es bueno que también lo tengan los que se dedican a la política, reflejando mejor la realidad social que representan. Pero no me parece acertado ni tampoco conveniente magnificar la importancia de los títulos universitarios en la política, ya que eso puede tener efectos perversos.
Está claro que tener un título académico no
es garantía de buen político. Pero la realidad es que criticamos cuando se
produce el nombramiento de un cargo político que no reúne títulos suficientes,
y menospreciamos su experiencia en otras áreas, incluida la de la propia
política.
El problema de la “titulitis” entre los políticos
puede explicarse por varios factores, de los que me centro en dos de ellos. El
primero, de efectos negativos, es la fuerte presión que los políticos reciben
de la opinión pública, en el sentido de que si un político no tiene un título
universitario, no se le considera capaz de ejercer eficazmente su actividad.
Con la extensión generalizada de las licenciaturas, le exigimos incluso tener
un máster para poder considerarlo capaz de desarrollar su tarea política. Se da
la paradoja de que en una actividad, como la política, en la que no se pide
ningún título académico para acceder a ella, es donde estamos ahora exigiendo
que los políticos tengan títulos superiores (y a ser posible de postgrado) para
recibir reconocimiento social.
Esta presión es uno de los factores que incitan a
los políticos a sacarse másteres (y si es con buenas calificaciones, mejor) sin
disponer de tiempo suficiente para dedicarle el esfuerzo que eso requiere. Para
ello aprovechan las facilidades que ofrecen algunas universidades en los
programas de postgrado, más preocupadas por captar alumnos (y hacer caja con el
elevado coste de las matrículas), que por el rendimiento, calidad y excelencia
del programa.
El otro factor explicativo, éste de carácter
positivo, está relacionado con el deseo de aprender y mejorar su formación que
muchos políticos sienten cuando ocupan cargos públicos de cierta relevancia y
comprueban sus carencias en determinadas materias. Este sentimiento se da sobre
todo en personas que desde muy jóvenes están en la política y que, debido a su
temprana y plena dedicación a esta actividad, no han completado sus estudios o
los han abandonado justo al terminar el bachillerato o en medio de una
licenciatura.
En estos casos, resulta loable su afán por mejorar
la formación, su inquietud por prepararse mejor para el desempeño de sus tareas
políticas. No es criticable, por tanto, que se matriculen en cursos de
especialización o másteres de postgrado, siempre que dediquen el esfuerzo y el
tiempo que ello les exige. El problema está, como en la situación antes
analizada, en que no disponen del tiempo necesario para realizar un estudio
universitario de postgrado con la intensidad y dedicación que se les exige a
los alumnos, y entonces buscan la fórmula de poder compatibilizarlo con su
actividad política, aprovechando su influencia o redes clientelares con el
mundo académico y las mencionadas ventajas que ofrecen algunas universidades.
El resultado de todo ello es doble. De un lado,
aumenta la degradación de la actividad política, que se ve contaminada por la
corrupción en un tema, como éste de la formación, tan sensible a la opinión
pública y donde se supone que rigen los criterios del mérito y el esfuerzo. De
otro lado, produce una degradación de nuestro sistema universitario, al ofrecer
su cara más gris ante la falta de rigor y seriedad de algunas universidades en
la concesión de títulos de postgrado por los que cobran elevadas tasas
académicas y cuyos requisitos relajan cuando en ellos se matricula algún
profesional muy ocupado o un político de cierta relevancia.
Catarsis
La indignación está servida y el daño está ya
hecho. Sólo confío en que esto sirva de catarsis en un triple sentido.
En primer lugar, espero que la opinión pública rebaje su presión sobre los políticos respecto a la exigencia de títulos académicos como vía del reconocimiento social para ejercer su actividad, y valoremos más la experiencia y capacidad. Tener un título no es garantía de nada en el ámbito de la política. Se puede ser un excelente político sin tener másteres o títulos de postgrado; basta con saber escuchar la opinión de los expertos y rodearse de un buen equipo técnico en el desempeño de sus responsabilidades públicas, además, por supuesto, de ser capaz de tomar decisiones, que es la principal tarea de un político.
En primer lugar, espero que la opinión pública rebaje su presión sobre los políticos respecto a la exigencia de títulos académicos como vía del reconocimiento social para ejercer su actividad, y valoremos más la experiencia y capacidad. Tener un título no es garantía de nada en el ámbito de la política. Se puede ser un excelente político sin tener másteres o títulos de postgrado; basta con saber escuchar la opinión de los expertos y rodearse de un buen equipo técnico en el desempeño de sus responsabilidades públicas, además, por supuesto, de ser capaz de tomar decisiones, que es la principal tarea de un político.
En segundo lugar, confío en que, tras esta
catarsis, los políticos no “inflen” sus CV de manera innecesaria, sino que sólo
reflejen en ellos sus verdaderos méritos, unos méritos que no tienen por qué
estar relacionados con la posesión de un título de máster, sino con las
capacidades adquiridas por su experiencia en otras esferas profesionales.
Y en tercer lugar, espero que todo esto sirva para
que el sistema universitario ponga orden en sus estudios de postgrado,
estableciendo los controles necesarios para garantizar la calidad y la
excelencia de unos títulos por los que las universidades cobran elevadas tasas,
pero que, en no pocos casos, dejan mucho que desear.