jueves, 9 de mayo de 2019


ANTE  LAS   ELECCIONES   EUROPEAS   
(Reflexiones en el Día de Europa)


Como viene siendo habitual desde la Cumbre de Milán (1985), el día 9 de mayo se celebra el “Día de Europa”. Con ello la UE quiere conmemorar la llamada “Declaración Schuman”, realizada por el ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, en un discurso pronunciado ese día de mayo de 1950 en el Salón del Reloj del Quai d’Orsai de París.

En ese discurso, el político francés proponía la creación de una alta autoridad común para gestionar la producción franco-alemana de carbón y acero, proyecto que, hecho realidad un año más tarde, significaría la constitución de la CECA, el primer pilar de las Comunidades Europeas.

Ese es el significado de una conmemoración que, a pesar de su indudable relevancia para el proyecto de construcción de la UE, suele pasar bastante desapercibida entre la ciudadanía europea. Los medios de comunicación apenas le dedican algún espacio, los gobiernos de los EE.MM. apenas se ocupan de ello, y la Comisión Europea se limita a organizar algunos actos de escasa repercusión. Algún evento aislado, como la entrega este mismo día 9 de mayo de los premios Carlos V en Yuste, suelen ser más la excepción que la regla.

Es, por tanto, un día que contribuye poco a la construcción de esa identidad europea de la que carece aún la UE a pesar de los esfuerzos que se vienen haciendo a través de algunos símbolos, como el himno (tomado de la Oda a Alegría de la IX Sinfonía de Beethoven) y la bandera (azul con doce estrellas amarillas), o de algunas acciones de indudable éxito como el Programa Erasmus.

Tampoco la moneda común (el “euro”) se percibe como un símbolo de la identidad europea por cuanto no circula por todos los países de la UE y es incluso cuestionada por determinados sectores, especialmente a raíz de la crisis económica y financiera de los últimos diez años.

Y es por eso, que, desde ciertos círculos de opinión, se viene reivindicando, con escaso éxito por ahora, que el día 9 de mayo sea declarado “fiesta europea” para así destacar la relevancia de la UE y ayudar a que esté cada vez más presente y sea interiorizada en el imaginario colectivo de los europeos.

Las elecciones decisivas del 26 de mayo

Este año, la conmemoración del Día de Europa ha coincidido con la reunión del Consejo Europeo en Sibiu (Rumanía) y tiene lugar en la antesala de unas elecciones al Parlamento europeo (PE) de gran importancia, que tendrán lugar el próximo domingo 26 de mayo, coincidiendo, en España, con las municipales y las autonómicas. 

Y son importantes las elecciones europeas por dos razones: la primera porque el PE ha ido asumiendo nuevas competencias y adquiriendo un fuerte protagonismo en la política de la UE, y la segunda por la amenaza que representa el avance de organizaciones populistas de diverso signo que cuestionan la propia existencia de la Unión.

Respecto al protagonismo del PE, es cierto que, si bien no es todavía un auténtico poder legislativo (ya que comparte esa competencia con el Consejo), sí se va asemejando cada vez más a una cámara parlamentaria, con capacidad para aprobar el presupuesto común de la UE y nombrar al presidente de la Comisión Europea (el órgano que encarna el poder ejecutivo de la Unión), además de ejercer las tareas de control de las diversas instituciones europeas. Es por ello que las elecciones europeas serán decisivas para la composición del PE y la orientación política de un órgano como éste cada vez más relevante en la UE.

En lo que se refiere al empuje del populismo, las elecciones del próximo 26 de mayo se presentan ante un escenario donde por primera vez en la historia de la UE existe la amenaza cierta de que unos partidos populistas que manifiestan sin ambages su intención de socavar los cimientos de la UE, obtengan una cantidad suficiente de escaños en el PE como para condicionar la política europea.

El objetivo de estos partidos populistas no es avanzar en el proyecto de integración europea, sino bloquearlo para retornar a las esencias nacionalistas. Confían más en la soberanía de cada Estado, que en la gobernanza supranacional de la UE, para hacer frente a los grandes desafíos que tenemos por delante en este primer cuarto del siglo XXI (cambio climático, cohesión social, seguridad interior, defensa exterior, integración económica, revolución digital, robótica, gestión de los flujos migratorios,…)

Es el populista un discurso de mensajes simples (con propuestas fáciles para problemas complejos) y emocionales (dirigidos al corazón, activando los miedos al futuro, mitificando el pasado, manipulando la historia, provocando reacciones victimistas frente a imaginarias amenazas internas o externas,...). Con el populismo convergen, además, en una peligrosa pinza, los nacionalismos excluyentes que con fuerza han emergido en algunas regiones y que amenazan la integración territorial europea.

El discurso populista contrasta con el más racional discurso europeísta (síntesis de lo mejor de las tradiciones socialdemócrata, liberal y democristiana) sobre el que se ha construido la UE, radicando ahí, en su racionalidad, la dificultad que tiene el europeísmo para neutralizar al populismo por la vía de los argumentos y el debate.

La UE, un proyecto complejo, siempre en construcción

Esa dificultad se debe también al hecho de que, desde sus inicios, la UE ha sido un proyecto siempre en construcción, nunca acabado, ni en lo que se refiere a sus fronteras (abiertas a la adhesión  de nuevos paises) ni en relación a sus políticas (impregnadas de una vocación integradora sin límites).

Es por eso que la UE, al construirse a partir de Estados previamente constituidos y con identidades nacionales muy arraigadas, es un proyecto que tiene que legitimarse por sus obras, por sus resultados, tal como son percibidos por la ciudadanía. Nunca un francés, un italiano o un alemán, por poner tres ejemplos, se cuestiona la existencia de su respectivo Estado-nación, mientras que los europeos siempre nos estamos cuestionando la existencia de la UE.

Ello explica los cambios que se producen en el estado de ánimo de los europeos respecto a la UE y en el apoyo que manifiestan en las distintas ediciones del Eurobarómetro. Después de estar bajo mínimos en los momentos peores de la crisis económica, se han recuperado ahora hasta alcanzar porcentajes de apoyo similares a los de antes de 2008. En el Eurobarómetro de otoño de 2018, sólo un 21% de los europeos valora negativamente la existencia de la UE, mientras que diez años antes (2008, en plena crisis económica) esa valoración era la inversa.

No obstante, el apoyo de la ciudadanía a la UE es siempre un apoyo crítico y condicionado a la eficacia de sus políticas, por lo que las autoridades europeas tienen que esmerarse por explicar bien las acciones que emprenden desde las instituciones de la UE y el limitante escenario presupuestario en el que se desarrollan.

Porque no debemos olvidar que, salvo las políticas comunes (la agraria y pesquera, y la de cohesión, que disponen de un reducido presupuesto en torno al 0,7% del PIB de la UE), el resto de políticas (asuntos exteriores, defensa, medio ambiente, educación, migración, salud…) no son comunes, sino resultado de la cooperación entre los distintos gobiernos. En estas politicas aún  no comunes rige la lógica de los intereses nacionales, una lógica que debe ir siendo sustituida por otra europea si se quiere avanzar en el proceso de integración.

Incluso en las citadas políticas comunes, el papel de los gobiernos de los EE.MM. es decisivo a través de los ministros del correspondiente área, reunidos en el Consejo, al igual que también es decisivo el papel del Parlamento europeo. De ahí la importancia que tienen las elecciones nacionales de cada país, y las europeas del próximo 26-M en la configuración de la UE.

La UE es un sistema político singular, que no puede juzgarse con los criterios que habitualmente utilizamos para juzgar otros sistemas políticos de ámbito nacional. No es una federación de estados, tampoco una confederación, aunque tiene rasgos de ambos modelos; tiene mucho de cooperación intergubernamental, y también mucho de cooperación entre las distintas instancias que conforman la UE. 

Y todo ello en un contexto como el de la UE en el que prima más la búsqueda del consenso que la confrontación, lo que hace que, a veces, se demore demasiado el logro de acuerdos. Es también un sistema basado en la cultura de la concertación con los distintos sectores y grupos de la sociedad civil.

Todo esto es, sin duda, una de las fortalezas de la UE, pero exige también un elevado nivel de participación y de capacidad para estar a la altura de lo que se negocia en los numerosos comités consultivos que impregna el tejido europeo. Seguir avanzando en la construcción europea es un gran desafío, que exige esfuerzo y responsabilidad, pero también mucho compromiso.

El próximo 26 de mayo los europeos tendrán, por tanto, ocasión de demostrarlo votando en unas elecciones de una enorme importancia para el futuro de la UE. En ellas se dirime entre seguir avanzando en el proceso de integración o retroceder a posiciones nacionalistas que tanto daño han causado a Europa y que pensábamos superadas, pero que el populismo y el nacionalismo excluyente ponen de nuevo ante los ojos de los europeos.

miércoles, 1 de mayo de 2019


ELOGIO   DEL   SINDICALISMO

Uno de los grandes precursores de la sociología, el francés Alexis de Tocqueville, escribía en 1840, tras un viaje a los Estados Unidos de América, su obra clásica “La democracia en América”.

En ese libro señalaba, tomando como ejemplo la democracia norteamericana, que la existencia de grupos organizados de intereses en los distintos ámbitos de la vida económica y social, es un elemento fundamental para que los ciudadanos puedan influir en las decisiones de los poderes públicos, más allá de ejercer el derecho de voto cada cuatro años. Concluía que una democracia no puede funcionar sin una sociedad civil autónoma y bien organizada, que actúe como contrapeso a los poderes institucionales (legislativo, ejecutivo y judicial).

Con motivo de la fiesta del 1 de mayo, es interesante traer a colación estas reflexiones realizadas hace casi dos siglos, ya que, si bien la realidad social y económica de hoy es muy diferente de la que Tocqueville tomó como referencia, hay rasgos que permanecen.

Aunque es evidente que el panorama económico se ha modificado sensiblemente en el marco de la globalización, con la presencia hegemónica de las grandes corporaciones industriales, financieras y de servicios, es también un hecho cierto que la economía actual sigue siendo una economía de mercado. Es un modelo económico cuyos pilares continúan siendo, de un lado, las empresas y, de otro, los trabajadores empleados en ellas, junto a un amplio sector de trabajadores autónomos, cada vez más dependientes del entorno económico en que desarrollan su actividad. A ellos se le une un no menos importante sector de empleados públicos que también dependen de ingresos salariales.

En ese contexto, donde, junto a la libertad e iniciativa individual, se reflejan también las desigualdades económicas y sociales, el sindicalismo, en sus diversas formas, continúa desempeñando una función esencial al representar los intereses de los trabajadores asalariados, autónomos o empleados públicos. Sin los sindicatos, los trabajadores sólo tendrían, en el ejercicio de sus derechos, el amparo de leyes y normativas laborales en cuya aplicación práctica también se reflejan, como se comprueba día a día, las desigualdades existentes.

Así ha sido a lo largo de los últimos ciento cincuenta años en todas las democracias occidentales, y en días como el 1 de mayo los sindicatos suelen reafirmar su presencia con actividades y acciones de diversa índole (manifestaciones, eventos culturales,…).

Y así lo reconocimos en España cuando iniciamos la transición democrática a finales de los años 1970. Nadie entonces ponía en duda el papel positivo de los sindicatos, y todos valoramos su aportación a la consolidación del sistema democrático en nuestro país. Dirigentes sindicales como Marcelino Camacho (CC.OO.) y Nicolás Redondo (UGT) son ya parte de la historia de nuestra democracia.

De hecho, nuestra Constitución de 1978 dedica amplia atención al tema sindical, confiriendo una importancia destacada a los sindicatos y a las asociaciones empresariales en el marco de un Estado social y democrático de Derecho. En concreto, en el Título Preliminar, el art. 7 consagra su papel como organizaciones básicas para la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales, y el art. 28.1 establece el derecho de libertad sindical como un derecho fundamental (situándolo en el Título I de la Constitución). 

Hoy, por el contrario, no es fácil  encontrar voces favorables al sindicalismo. Es habitual declararse cuando menos asindicalista o manifestarse en contra de los sindicatos, a los que se les atribuye todo tipo de perversiones (corrupción, clientelismo, nepotismo, corporativismo,…). Se cuestiona su utilidad y se los califica de instituciones obsoletas, que viven de las subvenciones públicas y que cada vez están más alejadas de la realidad social y económica.

Sin embargo, ante la creciente precariedad del empleo y la deregulación de las relaciones laborales (propiciadas por una reforma que redujo sensiblemente el papel de la negociación colectiva sectorial para darle protagonismo a los acuerdos a nivel de cada empresa), parece necesario el papel movilizador y la fuerza reivindicativa del sindicalismo, así como su actitud abierta a la negociación y el diálogo.

Son necesarios sus líderes nacionales, que, con su voz disonante, ponen un contrapunto al discurso dominante de la clase política. Pero también son necesarios sus cuadros intermedios, imprescindibles para velar por el cumplimiento de los convenios. Lo mismo que son necesarios los tan criticados “liberados sindicales”. ¿Qué sería de los trabajadores de pequeñas empresas donde no existe representación sindical alguna, sin la ayuda de los liberados sindicales visitando uno a uno los centros de trabajo, informando y recogiendo las reclamaciones de los trabajadores?

En sectores como el agrario, donde los agricultores, en especial los titulares de pequeñas explotaciones, están muy atomizados, y donde la política que lo regula (la PAC) es cada vez más compleja, parece necesaria la presencia de organizaciones de tipo sindical o similares (como las que encarnan las llamadas “organizaciones profesionales agrarias”, OPAs).

Algunas de estas organizaciones incluso se auto-denominan "sindicatos agrarios" (como ocurre con UPA  o COAG) y defienden de manera agregada intereses tan dispersos como los que atraviesan la agricultura, y prestan servicios sobre todo a los pequeños agricultores para facilitarles acceso a la información y darles certidumbre en contextos tan volátiles e inciertos como aquéllos en los que desarrollan su actividad. Además, las OPAs desempeñan una función clave en la interlocución y concertación con los poderes públicos en temas relacionados con la política agraria. Asimismo, para los asalariados agrícolas, el papel de los sindicatos es fundamental en la negociación de los convenios del sector.

El sindicalismo es una institución de más de cien años de historia, que ha contribuido a muchas de las conquistas sociales que hoy disfrutamos. Por supuesto que los sindicatos tienen que adaptarse a los nuevos tiempos y que tienen que innovar para relacionarse mejor con los trabajadores y ser más eficientes en sus funciones de reivindicación y defensa de intereses.

Pero sin asociaciones intermedias como los sindicatos la democracia estaría mutilada, como señaló hace casi dos siglos Alexis de Tocqueville al referirse a la necesidad de contar con una sociedad civil autónoma y bien organizada. No viene mal recordarlo este 1 de mayo, y cuando se han cumplido ya 130 años de la fundación de la UGT.

jueves, 28 de marzo de 2019


¿SON   EMIGRANTES   NUESTROS   JÓVENES
   EN   EUROPA?   
(Texto publicado en el Anuario Económico del Diario Córdoba)


La crisis económica de los últimos diez años hizo que un número significativo de jóvenes españoles saliera de sus lugares de origen para buscar empleo en otros países, especialmente de la UE.  Según datos del INE, en 2018 había casi 800.000 jóvenes españoles en el extranjero (un 80% más que al comienzo de la crisis en 2008).

Son por lo general jóvenes bien preparados, con formación superior, que, en muchos casos, y tras alguna etapa inicial de dificultad y adaptación, han encontrado en otros países europeos un puesto de trabajo en sectores de su formación o afines a ella. Fueron decisiones tomadas libremente, si bien impulsados por la necesidad ante la falta de oportunidades para desarrollar sus proyectos profesionales en nuestro país.

Sin duda que son historias duras, no exentas de fracasos y de difíciles experiencias personales, que han dado pie incluso a películas de gran popularidad como “Perdiendo el Norte” (de Nacho G. Velilla). Pero también son historias de éxito en las que se ha demostrado el valor de la formación recibida y la capacidad de los jóvenes españoles para adaptarse a un mercado de trabajo tan competitivo como el europeo.

El caso más evidente es el de los jóvenes formados en el área de la salud (medicina y enfermería), cuya salida a Europa, ante la precariedad de los empleos en nuestro sistema público de salud, es una de las causas de que ahora haya un déficit importante de estos profesionales en los hospitales españoles.

Pero también puede verse una trayectoria similar entre los titulados de carreras técnico/científicas (ingenieros, biólogos, ciencias ambientales…) cuya versatilidad les ha permitido encontrar empleo en multinacionales de la categoría de Amazon, Airbus… y trabajar hoy en ciudades como Cork, Londres, Frankfurt o Toulouse.

Hace sólo unas semanas la empresa nacional de ferrocarriles de Alemania (equivalente a nuestra ADIF) convocó plazas de maquinistas en las que se les daba preferencia a los jóvenes españoles en un claro indicio de la alta valoración que se tiene de la formación recibida en nuestro país.

¿Son nuevos emigrantes?

Ante esta diáspora de jóvenes preparados, se habla de pérdida de talento (fuga de cerebros, se decía antes), de pérdida de capital humano para España y Andalucía. Algunos incluso lo han calificado de una nueva ola migratoria de españoles a Europa proponiéndose planes de retorno para recuperar el talento que se ha ido de nuestra tierra.

Este tipo de reflexiones se basan, en mi opinión, en un cálculo algo simplista de costes/ beneficios, valorando, de un lado, lo que nos cuesta la formación de un titulado superior en España y, de otro, la pérdida de capital humano que representa su salida para trabajar a otro país de la UE. Y digo simplista porque no se tiene en cuenta que esa formación se ha financiado también, directa o indirectamente, con los recursos procedentes de la UE, sobre todo de los fondos estructurales (FEDER, principalmente).

Desde mi punto de vista, no tiene sentido considerar emigrantes a los jóvenes que se marchan a una UE de la que forman parte. Es como considerar inmigrante a un joven de Bremen, de Rennes o de Génova que trabaja en Andalucía. Tratar este problema como si fuera un caso de emigración, ¿no es hacerlo con una mentalidad anclada en los años 1960 o 1970?

Europa, como horizonte

Somos parte de la UE, y es todo el territorio europeo el que se le abre a nuestros jóvenes como oportunidad de empleo y desarrollo personal. Es un horizonte mucho más amplio para un joven que el que representa Andalucía o España, y sólo se necesita estar bien cualificado y tener una buena actitud para desenvolverse en un mundo, como el europeo, tan competitivo, pero apasionante y lleno de oportunidades.

Seguro que muchos de los jóvenes que están hoy fuera de España y Andalucía pasaron por la experiencia del programa europeo Erasmus cuando fueron estudiantes universitarios. Como se sabe, el objetivo de este Programa es facilitar el intercambio de estudiantes de la UE, dándoles oportunidad a los jóvenes de conocer otros países europeos y de abrir relaciones más allá de sus reducidos círculos locales.

El resultado lógico del Programa Erasmus es que esos jóvenes, una vez finalizados sus estudios universitarios, abran sus miradas, ensanchen sus objetivos y, sintiéndose parte de Europa, vean en la UE un inmenso territorio de oportunidades donde desarrollar sus proyectos de vida.

Es verdad que la fuerza de los lazos afectivos con los amigos y la familia es fuerte, y que en el corazón de cada joven late un pulso de atracción hacia su tierra de origen. Pero también es verdad que hoy, gracias a las ventajas que proporcionan las redes sociales y los medios rápidos y baratos de transporte, es posible conciliar, de un lado, el sentimiento de satisfacción por verse integrados en atractivos proyectos profesionales y, de otro, la necesidad de cercanía con los seres queridos.

Más que tratar como un problema la situación de los jóvenes españoles que están hoy en Europa desarrollando sus proyectos profesionales, habría que impulsar programas que ayuden a que esos jóvenes sean nuestro mejor capital relacional, el mejor puente de conexión de España y Andalucía con el resto de Europa. Pero también un puente por el que lleguen a nuestra tierra jóvenes de otros países de la UE buscando oportunidades para desarrollar sus carreras profesionales. Es así como se hace Europa, y bueno es recordarlo ahora que estamos ante un nuevo proceso electoral en la UE.

Mejorar el tejido productivo

Creo que más que hablar de planes de retorno para recuperar el talento que se nos ha ido, habría que hablar de reconstruir de manera más sólida nuestro tejido productivo potenciando sectores de mayor valor añadido.

Además, habría que dedicar recursos para, con criterios de racionalidad y excelencia, renovar nuestro sistema de I+D+i (universidades y centros de investigación), un sistema en el que, en la última década, la media de edad del personal técnico y científico ha aumentado diez años en una clara muestra de envejecimiento.

Sólo con acciones de ese tipo se podrá evitar que continúen saliendo nuestros jóvenes titulados a buscar empleo fuera de España por no encontrar oportunidades dentro de nuestro país. Lo importante es que la opción de salida no sea impuesta a nuestros jóvenes por falta de oportunidades aquí en España, sino que sea fruto de haber elegido libremente desarrollar sus proyectos profesionales en el horizonte más amplio que representa hoy pertenecer a la UE.

viernes, 15 de marzo de 2019


CAMBIO  CLIMÁTICO,  MOVILIZACIÓN   SOCIAL Y ACCIÓN POLÍTICA


Es indudable que el tema del cambio climático, y en general los problemas relacionados con el medio ambiente, forman ya parte de la agenda social y política.

A ello contribuye, sin duda, la cada vez mayor evidencia empírica, manifestada en estudios científicos solventes, como el último informe GEO-6 de Naciones Unidas presentado el pasado 13 de marzo en la IV Asamblea de la ONU para el Medio Ambiente celebrada en Nairobi (Kenya).

Movilización social

Como es sabido, la preocupación por el deterioro del medio ambiente ha venido impulsando desde hace algún tiempo el activismo de importantes organizaciones ecologistas (Greenpeace, WWF...), que, en algunos casos, se han transformado incluso en partidos y/o movimientos políticos (Partido Verde en Alemania, EQUO en España,…).

Ahora, sin embargo, la movilización social sobre el cambio climático ha dado un giro importante, en la medida en que no se circunscribe a los grupos más conscientes e informados, sino que se extiende a amplias capas de la sociedad, especialmente a los estratos más jóvenes.

Desde hace unos meses, miles de jóvenes de distintas ciudades europeas se movilizan para protestar contra lo que entienden pasividad de las autoridades políticas ante este problema. Acusan a los gobiernos de no hacer todo lo necesario para afrontar un problema como éste, cuyas manifestaciones son ya evidentes (deshielo de los casquetes polares, calentamiento global, desertificación, sequías prolongadas, cambio de las precipitaciones pluviométricas…), pero cuyos efectos serán de extrema gravedad en un futuro no lejano si no se adoptan medidas para remediarlo.

Llama la atención la notoriedad alcanzada por la activista sueca Greta Thunberg, que con sólo 16 años lidera las amplias manifestaciones celebradas todos los viernes en varias ciudades (Fridays for Future). El eco de su activismo le ha llevado incluso a intervenir en grandes foros e instituciones de escala internacional, como el Comité Económico y Social de la UE, el Foro de Davos o la Cumbre del Clima celebrada en diciembre pasado en la ciudad polaca de Katowice.

Esta movilización juvenil es, además, un síntoma de cómo se está ampliando la base de la preocupación ciudadana sobre el problema del cambio climático, dando lugar a un proceso de concienciación que va en sentido inverso al tradicional (son ahora los más jóvenes los que conciencian a sus padres y abuelos).

En España ya están teniendo lugar las primeras movilizaciones cuyo impacto aún es pronto de prever, pero que, sin duda, serán objeto de creciente atención.

La transición energética

Se sabe que una de las razones principales del cambio climático es, junto a otros factores, la creciente emisión a la atmósfera de gases de efecto invernadero. Y se sabe también que ello es provocado por nuestro modelo de desarrollo económico, basado sobre todo  en el consumo masivo de energías fósiles.

De ahí que se hable de la necesidad de impulsar un proceso de transición energética que conduzca a una reducción de esas emisiones y que apueste por el uso de energías renovables en la mayor parte de los sectores de actividad. En los EE.UU. se plantea ya la necesidad de un "nuevo contrato social" sobre la base de la energía y el clima (Green New Deal, GND), tal como lo reivindica la joven congresista del partido demócrata Alejandra Ocasio-Cortez.

No obstante, son bien conocidas las dificultades de los gobiernos para llevar adelante estrategias de medio y largo plazo para impulsar la transición energética. Su complejidad (implica a muchos sectores económicos) y transversalidad (exige la convergencia de muchas áreas políticas), explica gran parte de esas dificultades.

Pero también las explica la lógica cortoplacista en que suelen moverse los partidos políticos, preocupados más por la inmediatez del horizonte electoral más próximo, que por definir politicas de largo alcance.

Las orientaciones de la UE en materia de cambio climático y de promoción de la economía circular y de modelos productivos hipocarbónicos, son un paso adelante en la buena dirección, reflejándose ya en las políticas comunes, como la agraria (PAC), y en los programas impulsados desde la DG de Acción por el Clima.

Limitaciones de la acción política

Sin embargo, estas iniciativas chocan en la práctica con la compleja realidad de los países miembros de la UE, ya que los gobiernos nacionales tienen que implementarlas en sus territorios debiendo conciliar no pocos intereses diversos y hacer frente a no pocas resistencias por parte de los grupos afectados por las nuevas políticas.

Pensemos, por ejemplo, en las grandes movilizaciones de los “chalecos amarillos” en Francia en protesta contra las medidas tomadas por el gobierno de Macron respecto a los carburantes. O pensemos también en las fuertes resistencias de las poblaciones locales de muchos países al cierre de las minas de carbón o a la reconversión de las centrales térmicas.

Además, son políticas que, para ser eficaces y duraderas, necesitan amplios consensos, que no son fáciles de alcanzar en sociedades tan fragmentadas políticamente como las actuales.

Por eso, los acuerdos internacionales sobre el clima (como el Acuerdo de Paris de hace cuatro años) suelen quedarse en el ámbito de los grandes compromisos, ya que, si bien se ven expresados en políticas y planes concretos de acción a escala nacional o regional, son evidentes las dificultades para aplicarlos.

Las inercias y los intereses afectados por cada medida que altere las bases del modelo económico dominante, limitan, por tanto, la acción política y paralizan las posibles actuaciones, con la consiguiente decepción, indignación e impotencia de la ciudadanía más concienciada.

En todo caso, resulta cada vez más evidente que, sin modificar nuestro modelo económico, basado en la extracción sin límite de los recursos naturales y en el consumo desaforado de servicios y bienes productivos (que exigen un elevado uso de energía y que emiten altos niveles de CO2), no es posible abordar con éxito la crisis ecológica, una crisis de la que el cambio climático es una de sus expresiones más llamativas.

Por eso, no basta con apelar al consumo responsable, al comportamiento cívico en materia de reciclaje de residuos o a los valores de respeto por el medio ambiente, si no se afronta un cambio en el modelo económico, cosa fácil de decir, pero difícil de ejecutar.

Implicación empresarial

Es por esto que, más allá de la buena voluntad de los gobiernos y del necesario empuje de las movilizaciones ciudadanas, resulta también fundamental para hacer efectivo el citado nuevo contrato social (GND) la implicación del sector empresarial en la lucha contra el cambio climático y a favor de la transición energética, dado su relevante protagonismo en el actual sistema económico.

No ya por un compromiso de responsabilidad social corporativa, que también, sino por un simple cálculo económico, los empresarios deberían ser los primeros interesados en abordar cambios en los modelos productivos de sus empresas, introduciendo criterios de eficiencia en el consumo energético y en la gestión de los residuos.

De hecho, ya hay interesantes iniciativas en este sentido, con innovaciones significativas en diversos sectores empresariales, como el automovilístico, el agroalimentario o el energético.

Lo "verde” no es sólo una cuestión de marketing, sino un tema de eficiencia, tanto en lo que respecta a los costes productivos, como en lo relativo a las nuevas demandas de unos consumidores cada vez más sensibles a los temas medioambientales.

Por eso, la acción política (para regular y equilibrar los costes sociales que de modo inevitable acompañarán a este proceso de cambio), la movilización ciudadana (para reivindicar acciones y movilizar conciencias) y la implicación empresarial (para innovar en el ámbito de los modelos productivos y de gestión) son tres elementos fundamentales para abordar el problema del cambio climático y avanzar en el camino hacia la transición energética.

Sin esos tres elementos difícilmente se podrá pasar de las palabras a los hechos en este complejo y delicado asunto, un asunto en el que no sólo nos jugamos el bienestar de las actuales y futuras generaciones, sino también la sostenibilidad de nuestro planeta.

jueves, 7 de febrero de 2019


INNOVACIONES  EN  EL  #COOPERATIVISMO  AGRARIO   


La creciente integración de las cooperativas en la economía de mercado, los efectos del proceso de globalización económica y financiera, los cambios en el uso de las tecnologías en los procesos productivos y comerciales,… han modificado el escenario en que se desenvuelve el cooperativismo.

Como consecuencia de ello, los modelos cooperativos también han ido cambiando para adaptarse a ese nuevo contexto.

Es en ese sentido en el que deben entenderse las reformas adoptadas en la legislación para regular las nuevas formas de cooperativismo, flexibilizando la aplicación de los principios cooperativos.

Por ejemplo, con la reforma del principio “un hombre, un voto” se pretende ponderar el poder de decisión del socio que utiliza todos los servicios de la cooperativa respecto al que los utiliza muy poco o incluso al que está ya jubilado.

El cooperativismo agrario

A diferencia de otros sectores cooperativos, como el de trabajo asociado, el cooperativismo agrario es, sobre todo, un cooperativismo de servicios.

Además, se caracteriza por la gran variedad de sus modelos cooperativos, debido a la singularidad de cada subsector agrario en términos socioeconómicos, pero también productivos y de comercialización.

Por ejemplo, son tan distintos los subsectores de cereales, vino, ganadería, hortofrutícola o aceite de oliva, que el cooperativismo ha tenido que hacer gala de una gran flexibilidad para poder integrar toda esa variedad de situaciones.

Por ello, debido a los cambios producidos en el sector agrario, el cooperativismo ha tenido que  adaptarse a este nuevo escenario modificando sus estrategias y formas de organización.

Como resultado de ello, muchas de las cooperativas agrarias de hoy poco tienen que ver en su funcionamiento y organización con las que ayer se extendían ampliamente por los territorios rurales.

En las cooperativas de antaño, se producía una identificación entre el socio y la cooperativa, basada en una relación no sólo económica, sino también afectiva, sentimental e incluso ideológica. Esta relación surgía de la necesidad de los agricultores (por lo general, titulares de pequeñas explotaciones agrarias) de asociarse para afrontar problemas que no podían resolver de modo satisfactorio individualmente.

Este  tipo  de relación identitaria poco tiene que ver con la más instrumental que hoy predomina en la mayoría de las cooperativas del sector agroalimentario, y que se basa sobre todo en la valoración que hacen los socios de los servicios que su cooperativa les presta.

Por eso, no debe sorprender que, en muchas cooperativas agrarias del siglo XXI, lo que más le interese a muchos socios no sea el beneficio económico directo que pueda proporcionarle el hecho de estar asociado (es decir, el “retorno cooperativo”, según el viejo lenguaje). Les interesa tanto o más que eso, los servicios que les pueda prestar la cooperativa en forma de suministro de insumos (piensos, pesticidas, semillas, fertilizantes,…), de asesoramiento técnico y jurídico, de garantía de cobro, de utilización en común de maquinaria o de uso, en beneficio propio, de las infraestructuras comunes de transformación.

Recuerdo una visita a una gran cooperativa cafetalera en la región brasileña de Minas Gerais, en la que cada socio tenía plena autonomía para determinar cómo comercializar su producción siguiendo sus propios intereses y sin someterse a la estrategia comercial de la cooperativa. Era el socio quien decidía cuándo, cuánto y a quién vender “su” producción almacenada en la cooperativa, siguiendo una estrategia en la que predomina el interés individual sobre el interés general.

Aquí, en España, y en diversos sectores, como el aceite de oliva, se vienen observando en algunas cooperativas casos de socios que actúan y deciden según su propia estrategia comercial. Entregan la producción de aceituna a su cooperativa, que es la que la moltura en sus instalaciones para transformarla en aceite, y la que luego lo almacena, pero es el socio quien decide cómo, cuándo, a quién y a cuánto vender su producción. Ni siquiera es la cooperativa la que se encarga de la comercialización, ya que es el socio el que elige al comprador y el canal comercial que más le interesa (en algunos casos a través de plataformas en internet).

En estas situaciones, la cooperativa ya no es, por tanto, el resultado de la acción colectiva de los socios, sino la suma de acciones y estrategias individuales, lo que supone una importante innovación.

Es verdad que esta situación no es aún mayoritaria en el sector del aceite de oliva, donde predomina todavía el discurso (y la práctica) de la integración y la concentración, que va precisamente en la dirección contraria a las citadas estrategias individuales de algunos socios. También es verdad que muchos agricultores integrados en cooperativas no tienen los recursos ni el empuje necesario para emprender estrategias propias de comercialización.

Pero es ésta una tendencia digna de ser estudiada, pues de extenderse cambiaría la idea de lo que es una cooperativa en los tiempos actuales.

Coexistencia entre modelos de cooperación

Estamos, no obstante, en una etapa de transición, en la que coexisten diversos modelos de cooperativismo.

En un extremo encontramos el modelo que he comentado anteriormente, y que está más cercano al modelo empresarial individual, siendo la cooperativa un instrumento al servicio del socio para que éste pueda desarrollar su propia estrategia como empresario.

En el otro extremo está el tradicional modelo mutualista, en el que se conserva el ideal de la cooperación y en el que el interés del socio se supedita al interés general de la cooperativa, beneficiándose de un retorno (beneficio) que espera sea superior al que obtendría si no estuviera asociado.

En medio encontramos modelos mixtos de cooperativismo (empresarial y mutualista) en los que se concilia el interés individual del socio (autorizándosele a decidir qué hacer con su producción) y el interés general de la cooperativa (poniendo unos límites a la cantidad que puede utilizar el socio en su estrategia de venta).

Todos estos cambios e innovaciones, que están transformando el escenario de la agricultura y que afectan a los modelos cooperativos, nos llevan a reflexionar sobre cuál es el modelo de cooperativismo vigente en el sector agroalimentario del siglo XXI.

Es cierto que los modelos aquí comentados, siguen siendo sociedades de personas y no de capitales, por lo que su naturaleza cooperativa es indudable desde el punto de vista jurídico. Pero también lo es que están cada vez más orientados por una lógica individualista en la que los antiguos principios de ayuda mutua, participación y solidaridad son cada vez menos utilizados por sus socios para afrontar los retos del mercado.

Es indudable que la misión de concentrar la oferta, que es algo que está en la esencia del cooperativismo agrario, sigue siendo importante de cara a los grandes operadores del mercado, pero hay factores que están contribuyendo a fragmentarla, dando lugar a modelos privados o pseudocooperativos que son bastante eficientes.

Entre esos factores destaca la mejora de la calidad en productos como el aceite de oliva, calidad que hoy no es algo exclusivo del cooperativismo y que está al alcance de modernas almazaras de carácter privado.

Otro factor es el fuerte desarrollo de las redes sociales (que permiten a productores y consumidores relacionarse directamente sin intermediarios) o las mejoras experimentadas en los aspectos logísticos (con plataformas de distribución, como Amazon).

Todos ellos son factores que, al abrir las opciones estratégicas de los productores, contribuyen a fragmentar la producción agregada de los socios de una cooperativa a la hora de comercializar el producto final en un mercado que es cada vez más abierto y diversificado, y que ofrece posibilidades muy variadas de acceder al mismo.

En ese contexto, cabe elogiar el dinamismo que muestra el cooperativismo para adaptarse a los cambios del entorno. Pero también cabe preguntarse si tiene sentido seguir calificando de cooperativos estos modelos de indudable éxito económico allí donde se aplican, o habría que llamarlos de otra forma.

miércoles, 23 de enero de 2019

#ALTERNANCIA  POLÍTICA  EN  #ANDALUCÍA   
(versión ampliada del texto publicado en el Diario Córdoba el 18/01/2019)

Es indudable que en democracia los gobiernos cambian cuando así lo decide el electorado. Por eso, no pierde legitimidad un gobierno salido de las urnas por el hecho de que un mismo partido lleve largo tiempo al frente del poder ejecutivo. Tenemos el caso de Baviera, la región europea con mayor tiempo de un partido (el democristiano CSU) al frente del gobierno regional (más de sesenta años).
Sin embargo, la alternancia en el poder suele ser un buen indicador para medir la salud democrática de un país, si bien hay otros, como la separación de poderes, la transparencia, la rendición de cuentas, la libertad de expresión, el respeto de las minorías,… 
En España, comunidades como el País Vasco o Cataluña, gobernadas durante varias décadas por partidos nacionalistas, ya experimentaron cambios de gobierno. Sólo quedaba Andalucía para cerrar el círculo de la alternancia política (con casi cuarenta años ininterrumpidos de gobiernos socialistas, si contamos la etapa de la preautonomía), y los resultados del 2-D la han hecho posible.
No obstante, es una alternancia atípica, presidida por un partido (el PP) que ha obtenido uno de los peores resultados de su historia. Sólo la debacle del PSOE y de Adelante-Andalucía (A-A), propiciada por la desmovilización de la izquierda y por su inexplicable paralización postelectoral, ha permitido la formación de un gobierno de centro-derecha PP-Cs, apoyado por el partido de ultraderecha Vox.
Desde un punto de vista formal, la alternancia es impecable, ya que esos tres partidos han sido capaces de formar una mayoría suficiente en el Parlamento andaluz, que es realmente lo que vale en un sistema parlamentario como el nuestro. Por eso, no tiene sentido en sistemas parlamentarios hablar de “lista más votada”, ya que gobierna quien logra armar una mayoría en el parlamento. La apelación de Susana Díaz a que el PSOE ha sido la lista más votada, es tan poco convincente, como la de Arenas (PP) cuando ganó las elecciones de 2012 y no consiguió la mayoría parlamentaria.
Ahora bien, la alternancia no siempre asegura la gobernabilidad, que es otra cosa. Por eso, hay dudas fundadas sobre si la nueva mayoría parlamentaria PP+Cs+Vox conducirá a una situación de gobernabilidad que permita al nuevo poder ejecutivo emprender su acción de gobierno con la estabilidad que toda democracia requiere.
De hecho, la escenificación del pacto tripartito no augura nada bueno. Los dirigentes de Cs no han querido saber nada de Vox, que, lo quieran o no, será su socio, haciéndose más que evidente la profunda desconfianza entre ambos partidos. Ni una foto ha sido posible entre los dirigentes de los tres partidos. Parece como si la comprensible alegría por haber logrado la alternancia en Andalucía, sea una alegría fragmentada, experimentándola cada partido a su manera y mirando de reojo al socio del tripartito, como si fuera un adversario.
Además de la desconfianza, hay otras razones que hacen dudar de la gobernabilidad en Andalucía. La primera es que la alternancia descansa en tres partidos (PP, Cs y Vox) que compiten por la misma base electoral. Ello generará inevitablemente tensiones entre ellos, teniendo en cuenta que en este año 2019 habrá diversos comicios (municipales, autonómicas, europeas y previsiblemente nacionales) y tendrán que hacer visibles sus diferencias.
La segunda razón estriba en el hecho de que el programa del nuevo gobierno ha sido acordado sólo entre dos partidos (PP y Cs) que no tienen la mayoría necesaria para sacar adelante los proyectos de ley en los que deben concretarse las reformas propuestas. En su discurso de investidura, Moreno Bonilla ha afirmado, consciente de su debilidad parlamentaria, de que el diálogo con todas las fuerzas políticas será el eje de su actuación. 
Pero la realidad es la que es, y el poder ejecutivo se verá obligado, mal que le pese a Cs, a contar con el apoyo de los doce diputados de Vox para llevar a cabo su acción de gobierno. Es el de Vox un apoyo que, al no estar comprometido por un programa previo, tendrá que ser negociado día a día, con el consiguiente desgaste que ello conlleva para los dos partidos de la coalición gobernante.
Y ahí estriba la tercera razón sobre el riesgo de inestabilidad, ya que muchas de las medidas acordadas entre PP y Cs, entran en colisión con el programa de Vox, por lo que no tienen asegurado el apoyo de este partido cuando el gobierno las presente en el Parlamento.
Por ejemplo, las medidas relativas al compromiso de asegurar el funcionamiento del modelo autonómico en temas como salud y educación, entran en conflicto con la posición de Vox respecto a las CC.AA., que ha hecho de la centralización y la recuperación por parte del gobierno central de esas competencias su principal banderín de enganche.
Lo mismo cabe decir del compromiso de PP y Cs de seguir avanzando en las políticas de lucha contra la violencia machista, cuya paralización y reforma es otro de los temas estrella de Vox. Algo similar puede decirse en relación con la aplicación en territorio andaluz de las políticas relativas a los temas de acogida de inmigrantes, sobre las que hay serias discrepancias entre los tres partidos.
La oposición, formada por PSOE y Adelante-Andalucía, estará al acecho, pendiente no sólo de si la gobernabilidad funciona, sino también ocupada de obstruir la acción de gobierno con las herramientas habituales en toda democracia: sesiones de control en el parlamento; presentación de mociones que muestren los flancos débiles del gobierno provocando divisiones en su precaria mayoría parlamentaria,… Está por ver si habrá cooperación entre PSOE y A-A (cuya desconfianza mutua es manifiesta) o si se embarcarán en una carrera por ver cuál de los dos partidos es más radical en su oposición al gobierno.
En definitiva, ha habido alternancia en Andalucía. Pero el hecho de que no esté asegurada la gobernabilidad es un mal augurio para una Comunidad como la andaluza que, para seguir avanzando, necesita una estabilidad política que hoy por hoy es incierta.