LA ABSTENCIÓN TIENE UN PRECIO
Lo primero que debe quedar
claro, es que, en una democracia parlamentaria, lo que importa no es el número
de votos y escaños obtenidos en las elecciones, sino la capacidad de formar una
mayoría que permita superar la sesión de investidura y formar gobierno. De nada
sirve esgrimir el derecho, que no existe, a que gobierne la lista más votada. Ya
le ocurrió al PP en las elecciones del 20-D, incapaz, por su inmovilismo, de armar
una mayoría parlamentaria. Y puede ocurrirle de nuevo ahora si no ofrece
propuestas atractivas a los demás partidos para obtener su apoyo o, al menos,
su abstención en la sesión de investidura, a la que, esta vez parece que sí, se
someterá Rajoy. De ahí que la mayor responsabilidad de que no se tengan que
repetir las elecciones está en el PP, no en los demás partidos. Es el PP el que
tiene que moverse y seducir a otros partidos con propuestas que les convenzan
de que el apoyo a la investidura merece la pena en términos de coste/beneficio.
Ante esa situación, y si el PP
no logra los apoyos suficientes entre los partidos más afines, a los
socialistas sólo le caben dos opciones: abstenerse en la sesión de investidura
para facilitar el gobierno del PP, o votar en contra e intentar formar una
mayoría de izquierda (con Pds e IU y apoyo nacionalista) o de centro-izquierda
(ampliada a Cs). Desde mi punto de vista, y en contra de lo que han escrito
algunos articulistas y han expresado incluso algunos “barones” socialistas, la
opción de armar una mayoría alternativa al PP, aun siendo legítima, no me
parece viable por varias razones.
La primera, porque sería una
coalición construida sobre un objetivo negativo (su
hilo conductor sería echar al PP y en concreto a Rajoy), y eso en política no
conduce a buen puerto. La segunda razón, porque los socios de esa posible
coalición se sustentan sobre la base de una profunda desconfianza entre ellos, que
incluso ha aumentado tras la desgraciada experiencia de la pasada y corta
legislatura (Es un hecho que, desde el 20D, se ha incrementado el recelo entre
Sánchez e Iglesias, y la incompatibilidad entre éste y Rivera es manifiesta, no
siendo tampoco muy fluida las relaciones entre ciertos sectores de Pds y de IU).
Pero hay una tercera razón, de
mayor calado, y es el hecho de que los partidos de esa posible coalición están
sumidos, tras los malos resultados del 26-J, en crisis internas que deben
resolver antes de asumir responsabilidades de gobierno. El PSOE ha caído a los
más bajos resultados de su historia y necesita una renovación profunda; Pds e
IU aún se preguntan por las causas de que no le haya funcionado la coalición “Unidos
Podemos”; y Cs está en un grave momento de indefinición sobre el papel que le
toca jugar en el centro del tablero político.
Hay finalmente una cuarta razón,
y es la escasa fiabilidad que ofrece Pds como socio de gobierno al ser todavía un
partido internamente poco cohesionado. No olvidemos que Pds es el resultado de
la confluencia de cinco movimientos políticos que aún no han sabido construir
estructuras políticas idóneas para ejercer con eficacia el papel que les
corresponde en un sistema de democracia representativa como el nuestro (y eso
debe resolverlo antes de asumir tareas de gobierno a nivel nacional).
Ante un panorama de crisis
económica, de inestabilidad internacional, de amenaza a la seguridad por el
terrorismo yihadista, España necesita un gobierno estable, y eso a día de hoy
no lo pueden ofrecer unos partidos que precisan todavía de un largo rodaje en
el Parlamento para construir relaciones de confianza entre ellos antes de participar
en gobiernos de coalición. Recordemos que el PSOE de Felipe González perdió las
elecciones de 1977 y de 1979 antes de su victoria de 1982, a la que llegó como
un partido internamente cohesionado, territorialmente vertebrado y con la
experiencia acumulada tras varios años en la oposición parlamentaria (habiendo
desempeñado un papel fundamental en la elaboración del proyecto
constitucional).
En esta situación, y si el PP necesita la abstención del PSOE para superar la investidura, los socialistas deben abstenerse para facilitar la gobernabilidad. Pero eso no puede salir gratis,
sino que tiene un precio. El precio más alto sería forzar
al PP a que presente otro candidato a la investidura. Sin embargo, tal exigencia no parece factible tras el positivo resultado electoral del PP
presidido por Rajoy (casi ocho millones de votos y 14 escaños más). Tampoco la considero recomendable por cuanto que abriría de forma precipitada una crisis
de sucesión en el PP, que se uniría a las otras crisis internas que, como he
señalado, tienen que afrontar los demás partidos, y eso no sería bueno para la
gobernabilidad. El PSOE tiene argumentos de sobra para exigir la sustitución de
Rajoy (su responsabilidad en los temas de corrupción sistémica que asolan a su partido,
su inacción ante el comportamiento infame del ministro del Interior,…) y tiene el derecho a plantearlo en una negociación
por la investidura, pero no sería conveniente para la estabilidad política del
país.
Descartada, por tanto, la
sustitución de Rajoy, el PSOE puede ponerle precio a su abstención con algunas
exigencias menos llamativas, pero quizá más útiles. Por ejemplo, exigir al PP
comprometerse con la reforma constitucional (especialmente en lo relativo al
título VIII), modificar algunos aspectos de la reforma laboral, elevar el salario mínimo, afrontar el
pacto educativo, asumir las exigencias de Bruselas en materia de déficit
público (pero sin que haya recortes en salud y educación), aprobar un plan de
choque en materia de empleo juvenil, reunir el Pacto de Toledo para plantear
con claridad la crisis del sistema de pensiones, activar algunas leyes hoy en
el olvido (como la de dependencia), reformar el Código Penal para endurecer las
penas contra el delito de corrupción, despolitizar los nombramientos del CGPJ,
del Tribunal de Cuentas, de la CNMV y de RTVE, potenciar la lucha contra el
fraude fiscal aumentando la dotación de la Inspección de Hacienda,…
Esos serían algunos ejemplos de
lo que podría valer la abstención del PSOE, una abstención que, además, permitiría reconstruir
consensos rotos entre ambos partidos en un momento en el que España está muy
necesitada de ellos. Si se explica bien, la ciudadanía española en general, y
los votantes socialistas en particular, podrían entender ese cambio de posición
del PSOE en aras de la gobernabilidad.
Es verdad que el mayor riesgo
para el PSOE estaría en que el PP incumpla lo acordado y que, en ese caso, sea el
blanco de las críticas por parte de Pds e IU (vosotros, los socialistas,
fuisteis unos ingenuos y sois ahora los responsables de que Rajoy siga en el
gobierno cuatro años más). Pero siempre tendrá la baza el PSOE de bloquear los
presupuestos económicos, paralizar la aprobación de algunas leyes o de plantear
incluso una moción de censura.
En definitiva, la izquierda, hoy
dividida, dispersa y con crisis internas pendientes de resolución, no está en
condiciones de ofrecer una alternativa viable a un gobierno del PP. El PSOE,
por su larga trayectoria de partido de gobierno, debe facilitar con su
abstención que el PP gobierne (si es con Cs mejor) ante la imposibilidad de que Rajoy obtenga
los apoyos necesarios de otros partidos. Una abstención
que, como he señalado, tendría un precio que le correspondería a Rajoy pagar.
En momentos de crisis económica
como la actual, en la que habrá que continuar haciendo ajustes severos, quizá
sea más interesante para la izquierda ejercer con rigor su papel de oposición
parlamentaria, sirviendo de aglutinador de las demandas sociales y
estableciendo puentes y relaciones de confianza entre sus dirigentes para la
construcción de futuras alianzas. Parece eso más inteligente para la izquierda,
y en concreto para el PSOE, que participar, de forma precipitada, en un
gobierno pentapartido, poco cohesionado y con el riesgo de verse sometido a
tensiones internas nada más constituirse; además de ser un gobierno
incapacitado para emprender reformas constitucionales ante la mayoría del PP en
el Senado.