#MARRUECOS, #TURQUIA Y LA SEGURIDAD EUROPEA
En épocas de paz, las
relaciones internacionales suelen regirse por la búsqueda de la estabilidad y
la seguridad como condición previa a consideraciones de otra índole (éticas, económicas,
políticas,...). Como decía Churchill en uno de sus numerosos escritos, los
factores ideológicos y las cuestiones morales suelen supeditarse al pragmatismo
de la estabilidad y la seguridad y guardarse en un cajón cuando se trata de temas
internacionales. Con eso, el político británico venía a decir lo que ya apuntó
el sociólogo Max Weber hace casi un siglo, a saber: que la política, y más en
el ámbito internacional, no se rige por una lógica basada en la ética de los
valores y los principios morales, sino por el pragmatismo de los intereses y las consecuencias.
Si no se tiene en
cuenta esto, resulta difícil comprender las extrañas alianzas que se producen
entre los gobiernos de algunos países y que dejan estupefactos, si no indignados,
a sus ciudadanos cuando comprueban cómo se sacrifican en el altar del
pragmatismo valores que deberían ser considerados supremos en una sociedad
democrática (la libertad, la justicia, los derechos humanos,...).
Las relaciones de la
UE con países como Turquía o Marruecos que no se rigen por los cánones vigentes
en las democracias europeas, son un buen ejemplo de cómo en ese tipo de
relaciones predomina la lógica de la estabilidad/seguridad sobre factores de
otra naturaleza, dejando a la ciudadanía con una sensación de extrañeza y
perplejidad.
La estabilidad como objetivo prioritario en las
relaciones internacionales
Siguiendo esa lógica
dominante en el ámbito de la política internacional, los Estados, más allá de
las divergencias existentes entre los gobiernos, buscan tener relaciones
estables con los países vecinos o con los de sus áreas de influencia para
garantizarse escenarios de seguridad. Si esa regla falla, surgen problemas, y
las discrepancias y diferencias entre países se convierten en conflictos que
pueden conducir a situaciones de difícil solución e incluso a una espiral
creciente de violencia e inestabilidad.
Los ejemplos de la
nefasta estrategia de las potencias occidentales respecto al Irak de Sadam
Hussein, la Libia de Muamar el Gadafi o la Siria de Bachar el Asad,
anteponiendo otros intereses (petrolíferos,
militares, políticos,…) a la estabilidad/seguridad de la región,
ilustran bien lo que quiero indicar.
Por el contrario, es
el objetivo de la estabilidad lo que explica la Ostpolitik alemana de los años 1960, impulsada por el entonces
ministro de Asuntos Exteriores, y más tarde canciller, Willy Brandt para
favorecer las relaciones con la RDA y los demás países del bloque comunista.
También el pragmatismo como regla de oro de la diplomacia internacional explica
la apertura de relaciones entre China y los EE.UU. en 1972 bajo la presidencia
de Richard Nixon (llamada “diplomacia del ping-pong”). En esa misma línea
habría que situar el apoyo norteamericano a la firma por parte de Irán del
Tratado de No Proliferación Nuclear (julio 2015), al igual que la reciente
visita de Obama a La Habana rompiendo cincuenta años de confrontación con el
régimen castrista. Intereses económicos, sin duda que los hay, pero, previo a
ellos, la creación de un escenario de estabilidad y seguridad es una condición
necesaria para el desarrollo de otros tipos de relaciones.
Las declaraciones
mutuas de cooperación entre Putin y Trump, por sorprendentes que nos parezcan,
pueden enmarcarse en el interés de ambos dirigentes por regresar a un escenario
de estabilidad/seguridad en el que los dos países respeten sus mutuas áreas de
influencia. Ni qué decir tiene la importancia para España de mantener unas
buenas relaciones de vecindad con Marruecos, a pesar de las diferencias
políticas y culturales entre ambos países.
Cuando se habla de
las perspectivas políticas europeas para el año 2017, se menciona, con razón,
la incertidumbre de las elecciones en Francia y Países Bajos y de las probables
en Italia, además de la importancia de las elecciones alemanas de septiembre. Y
todo ello enmarcado en la aún no superada crisis económica (con la “cuestión
griega” siempre en el horizonte), la amenaza (ya realidad) del terrorismo “yihadista”,
el nuevo anclaje del Reino Unido tras el Brexit, o los efectos que pueda tener
la política norteamericana bajo la presidencia de Trump.
Todos esos factores
estarán, sin duda, presentes en el año en curso, pero sus efectos se agravarán
o serán mitigados en función de cómo se manifieste la variable “estabilidad”. Y
esa variable pasa, entre otras cosas, por Rabat y Ankara, a cuya influencia en
la estabilidad/seguridad europea dedicaré unas breves reflexiones en este
texto.
Marruecos o la estabilidad en el flanco suroccidental del Mediterráneo
Marruecos es hoy el
país de mayor importancia geo-estratégica en el Mediterráneo occidental. De la
estabilidad de nuestro vecino del Sur depende la seguridad no sólo de nuestro
país, España, sino de toda UE. En una región tan convulsa como la que abarca la
ribera sur del Mediterráneo (desde el Magreb al Mashrek), inmersa en guerras
civiles (Siria), en situaciones de estados fallidos (Libia), en precarias condiciones
democráticas (Túnez), en derivas autoritarias de alto riesgo (Egipto) o en
procesos sucesorios inciertos (Argelia), la estabilidad de la monarquía alauí
en Marruecos es un factor de la máxima importancia para la seguridad europea,
especialmente ante la siempre amenaza (real o potencial) del radicalismo
islamista. España y la UE lo saben, y por eso tratan con un cuidado especial
las relaciones con Rabat.
A veces, cuando se
observa la evolución social, económica y política de Marruecos, algunos
círculos de opinión (tanto a la izquierda como a la derecha del panorama
político e ideológico) tienden a resaltar los aspectos negativos y no los positivos.
Suelen fijarse en el carácter despótico del régimen, con la presencia casi absoluta
del rey Mohamed VI en la vida política y el destacado peso del majzén (corte
que rodea al monarca), y no valorar la buena evolución de la economía
(crecimientos sostenidos del PIB per cápita en los últimos diez años), la
mejora de las infraestructuras o el dinamismo creciente de la sociedad civil
marroquí. Tampoco se valora lo suficiente la existencia en Marruecos de un
sistema pluralista parlamentario que se ha mantenido vigente desde que este
país accediera a la independencia plena de Francia en 1956 bajo el reinado de
Mohamed V.
Es un hecho evidente
que, como una excepción entre los países de la zona, Marruecos ha sido, y es,
un régimen pluralista, con libertad de prensa, tolerancia religiosa y
competición entre partidos políticos en procesos electorales. Por supuesto, la democracia
marroquí, como la de otros países europeos, es mejorable, debiendo profundizar aún
más en la división de poderes, el reconocimiento de los derechos civiles y el
respeto de los derechos humanos.
Pero es indudable la
evolución en el sentido democrático que ha tenido el régimen alauí en un
momento tan grave como el que asola a los países de la región. El acceso al
gobierno del partido islamista moderado PJD (Justicia y Desarrollo) tras su
victoria en las elecciones de 2011 es un buen ejemplo de esto. Y lo es más aún
la victoria de este mismo partido (PJD) en las elecciones legislativas del
pasado noviembre, que abre las puertas a que su dirigente Benkirán revalide su
mandato como jefe de gobierno en la nueva legislatura (si bien tendrá que volver
a gobernar en coalición con otros partidos al no tener la mayoría
parlamentaria).
Es verdad que Mohamed
VI conserva poderes tan elevados, que nos resulta difícil de aceptar en
nuestras democracias, pero también es verdad que poderes similares tienen las
presidencias de los EE.UU. o de Francia, y no por eso le negamos la condición
de democracias. La estabilidad que proporciona hoy Marruecos es fundamental
para la estabilidad/seguridad europea, no sólo en la vigilancia de la frontera
sur, sino como dique de contención de la expansión del islamismo radical hacia
el oeste del Magreb y desde el África subsahariana.
Turquía o la estabilidad en el flanco oriental del
Mediterráneo
La importancia de
Turquía para la estabilidad europea, es indudable. Su situación geopolítica, a
caballo entre Oriente y Occidente, ha convertido históricamente a este país en
una especie de placa tectónica sometida a fuertes tensiones tanto internas como
externas. No es extraño el elevado número de golpes militares que han asolado a
la Turquía moderna, y los convulsos periodos democráticos que se han sucedido
en los últimos ochenta años, vigilados siempre por un ejército erigido en el
garante del legado kemalista.
Pero a la hora de
acercarnos a la realidad turca, no debemos olvidar que, en Turquía, desde la
muerte de Kemal Ataturk en 1938, existe un régimen pluralista de partidos
políticos y una Constitución democrática en la que se reconoce la libertad de
prensa, la tolerancia religiosa y la separación de poderes. Es verdad que, en
diversas ocasiones, el orden constitucional ha sido roto por insurrecciones del
Ejército, pero también es cierto que, por la breve duración de los gobiernos
militares (ver mi artículo “Turquía y la paradoja democrática” publicado en
este blog el 1/08/2016), esos golpes no han significado cortes
definitivos en el funcionamiento de la democracia en Turquía. Con sus
altibajos, la democracia en Turquía tiene un recorrido más largo que gran
parte de los países de la UE.
Sin duda, que la
democracia turca es mejorable, pero, al igual que ocurre cuando juzgamos la
democracia marroquí, con demasiada frecuencia los europeos prestamos más atención
a los aspectos negativos, que a los positivos de lo que acontece en Turquía.
Nos fijamos más en el carácter autoritario del gobierno Erdogan, que, por
ejemplo, en el sostenido crecimiento de la economía turca en los últimos cinco
años (a pesar del freno producido el pasado año), en su interdependencia con la
economía europea o en el fuerte dinamismo de una sociedad civil caracterizada
por la coexistencia pacífica y la tolerancia mutua entre los sectores laicos y
de religión musulmana.
Es cierto que, durante
la presidencia de Erdogan, se ha producido una deriva autoritaria del régimen
turco, con aplicación de estados de excepción que coartan libertades y derechos,
generando el rechazo de cualquier observador con un mínimo de conciencia
democrática. Pero también es verdad que Turquía está sometida a una ola de
atentados terroristas provenientes tanto del yihadismo (el de fin de año en la
sala de fiestas “Reina” en Estambul), como del separatismo kurdo (el atentado
de Ankara de julio del pasado año), que genera en dicho país una situación en
la que la seguridad se antepone a la libertad. Eso mismo está ocurriendo en
países como Francia o Alemania tras los atentados de París, Niza o Berlín, y ya
sucedió en los EE.UU. después del atentado de las Torres Gemelas. En España,
sabemos mucho de ese dilema entre seguridad y libertad, después de las décadas de
plomo del terrorismo etarra.
La realidad actual es
que Erdogan y su partido el AKP son, por mucho que nos repugne su modo de
actuar, la pieza fundamental para asegurar la estabilidad en Turquía, y que la
UE debe ser pragmática e inteligente a la hora de fijar sus relaciones con el
gobierno turco reactivando una interesante agenda de cooperación que,
lamentablemente, quedó aparcada hace años.
Por su importancia
estratégica, la UE necesita a Turquía como socio, tanto para frenar la
inmigración ilegal desde su territorio, como para combatir al ISIS. La
cooperación con Turquía es necesaria, aunque ello nos resulte incómodo por la
forma en que se comporta el gobierno del AKP y por el modo que tiene Erdogán de
interpretar los valores democráticos. Es un equilibrio no fácil, en el que la
Comisión Europea debe, de un lado, impulsar el cambio en la dirección
democrática, apoyando a los sectores más proeuropeos de las élites turcas, y,
de otro lado, mantener un escrupuloso respeto de la singularidad de Turquía desarrollando
una interlocución eficaz con el propio Erdogan. No es fácil, pero es necesario.
La UE no puede permitirse una Turquía desestabilizada, ya que eso tendría
consecuencias catastróficas.
En definitiva, en un
momento, como el actual, donde la UE necesita condiciones de seguridad para seguir
activando la recuperación económica y avanzar en el proceso de integración, la
estabilidad en el flanco oriental y en el occidental del Mediterráneo (el eje
Rabat-Ankara) es una pieza clave en el desarrollo de las perspectivas políticas
de Europa para el año 2017.