EL REFERENDUM DEL BREXIT Y LA INTEGRACIÓN EUROPEA
Hoy jueves 23 de junio tendrá lugar el referéndum sobre la salida (Brexit) o
permanencia (Brin) del Reino Unido en la UE, La campaña se ha visto empañada de manera trágica
por el asesinato de Jo Cox, joven diputada laborista partidaria de la
permanencia británica en la UE, y activa militante en favor de los derechos
humanos (en especial, de los refugiados e inmigrantes). Al grito de
"Muerte a los traidores. Por la libertad del Reino Unido", el asesino,
Thomas Mair, mostraba así el carácter político de su crimen, corroborado más
tarde al descubrirle la policía británica estrechos vínculos con movimientos
neonazis.
Las encuestas muestran un empate técnico, por lo que los próximos días de
campaña serán decisivos para inclinar la balanza hacia el Brexit o
hacia el Brin. El referéndum fue impulsado por el propio David
Cameron en una arriesgada e irresponsable táctica para frenar las
divisiones internas en el Partido Conservador. Esa decisión se le ha convertido
al premier británico en una pesadilla, y de paso a todos los europeos, al ser
incapaz de frenar el avance del ala euroescéptica de su partido, liderada por
Boris Johnson (anterior alcalde de Londres) y alineada en este tema con el
líder derechista Nigel Farage y su partido UKIP (Partido por la Independencia del
Reino Unido).
Lo paradójico de todo esto es que el futuro de Cameron (firme partidario de
la permanencia) está en manos del Partido Laborista, que, aun siendo crítico
con las actuales políticas neoliberales europeas, está haciendo campaña por la
continuidad del Reino Unido en la UE, una actitud coherente con la tradición reformista/posibilista del laborismo británico. Es
sintomático de esta alianza coyuntural, el acto conjunto realizado hace unos
días por Cameron y Corbyn (líder laborista) en el lugar donde fue asesinada la
diputada Cox.
Como ocurre en todos los referéndums, el voto suele ser más emotivo que
racional. Por ello, los partidarios del Brexit lo han tenido
más fácil apelando al aspecto emocional del orgullo británico, frente a unos
partidarios del Brin que difícilmente han podido emocionar al
electorado con las bondades de un proyecto europeo en horas bajas. De poco
han servido las controvertidas concesiones realizadas al Reino Unido por
el Consejo Europeo, que Cameron ha presentado en la campaña como una
conquista, pero que no parece haber tenido mucha influencia en los votantes,
dado el carácter técnico de las mismas.
Sea como fuere, y con independencia del resultado del referéndum, creo que
ésta es una buena oportunidad para reflexionar sobre el proceso de
integración europea, un proceso cada vez más complejo y con muchas
incertidumbres sobre su viabilidad. La amenaza de salida de un socio tan
importante como el Reino Unido nos debe hacer reflexionar sobre cuál es el
camino que mejor se ajusta a las reales posibilidades de la integración: si
debe acelerarse en la dirección de “más Europa” (federación de estados), como
desean los más entusiastas europeístas; si debe ponerse la marcha atrás e ir hacia
“menos Europa” (mercado único y zona de libre cambio), como proponen los más
euroescépticos, o avanzar lentamente hacia una Europa a “varias velocidades”
(según el modelo flexible y asimétrico de los antiguos imperios), como proponen
los más realistas (ver el artículo de Josep María Colomer, publicado en El
País, 8/03/2016).
No es la primera vez que un socio de la UE amenaza con salirse, ni tampoco
que esa amenaza implique cambios en el proceso de integración. Recordemos el
incidente de 1965 conocido como “crisis de la silla vacía”, cuando el gobierno
francés (presidido por De Gaulle) abandonó las instituciones comunitarias por
no estar conforme con el modo como la Comisión Europea (presidida entonces por
el alemán Hallstein) estaba aplicando la PAC (política agraria común). Francia
regresaría seis meses más tarde (enero de 1966) tras firmarse el llamado
“compromiso de Luxemburgo”, en el que los seis jefes de Estado y de Gobierno de
la entonces CEE aceptaban las exigencias francesas reduciendo el poder de la
Comisión Europea en materia de política agraria e introduciendo el derecho de
veto de los gobiernos nacionales.
La anomalía británica
Gran Bretaña siempre ha sido un socio incómodo, aunque necesario, en la UE.
A pesar del relevante papel que desempeñó en la victoria aliada en la II Guerra
Mundial y de sus convicciones democráticas en favor de los valores
occidentales, los británicos no se unieron al proceso de construcción europea a
finales de los años 50.
Se mantuvieron al margen, confiados en poder mantener por sí solos su lugar
en el mundo, gracias a su tradicional alianza transatlántica con los EE.UU., al
poder financiero de la City y a las relaciones comerciales con
sus antiguas colonias en el marco de la Commonwealth. Razones históricas hay en
todo ello, que se remontan a la construcción de la propia Gran Bretaña como
estado-nación y a su insularidad, tema éste que nos llevaría demasiado lejos en
este breve artículo.
A principios de los 70s, el gobierno conservador de Edward Heath acordó
solicitar la incorporación del Reino Unido al club europeo, lo que lograría en
1973 a pesar de las reticencias de la Francia post-De Gaulle, siempre
desconfiada de las intenciones británicas. La entrada del Reino Unido en la UE
reforzaba la presencia internacional del proyecto europeo y su vocación
transatlántica, pero introducía una anomalía respecto a las bases
franco-alemanas en las que se sustentaba.
Esa anomalía, que aún persiste, ha sido de dos clases. Una, económica, al
incorporarse a la UE un país, como el Reino Unido, con una economía muy
diferente de las del resto de países fundadores: menos intervenida por el
Estado; más confiada en el funcionamiento de los mercados; poco complementaria
de la francesa y la alemana, y con el relevante poder financiero de la City londinense
(lo que explica su opt-out en el Tratado de Maastricht para
quedarse fuera de la UEM y no aceptar el euro como moneda única).
La otra anomalía es política, debido al singular funcionamiento de la
democracia británica: predominio del poder legislativo (parlamento) sobre el
poder ejecutivo; acentuada cultura de accountability (rendición
de cuentas) de los responsables políticos; alto grado de flexibilidad en la
aplicación de las leyes, y bajo nivel de burocratización de sus
administraciones públicas. Su siempre pertinaz oposición a que la Comisión y el
Parlamento europeos acaparen nuevas competencias en detrimento de los gobiernos
y parlamentos nacionales, es una buena muestra de la desconfianza británica
hacia el poder de Bruselas (desconfianza reafirmada ahora al incluir este
asunto en sus exigencias para permanecer en la UE).
Esta singular cultura económica y política hace que el Reino Unido haya
sido un socio distinto de todos los demás, y hasta incómodo para la adopción de
acuerdos que signifiquen avanzar en un proceso de integración política y
económica del que los británicos siempre han desconfiado. De hecho, una de las
exigencias de Cameron para contrarrestar el Brexit es que desaparezca
de toda directiva o reglamento comunitario la mención a “una mayor integración
europea” (ever closer union), lo que demuestra la clara oposición británica
a un modelo federal europeo.
Aun así, la presencia del Reino Unido ha sido, y es, muy importante para la
UE, ya que, con su pragmatismo y flexibilidad, y con el intenso dinamismo de su
sociedad civil, neutraliza la cultura jacobina francesa y la hegeliana cultura
alemana, basadas ambas en el influjo de las ideas, en una fuerte presencia
estatal y en el rígido cumplimiento de las reglas y el derecho. Los franceses
han sido siempre los ideólogos de la UE, tomando la iniciativa y proponiendo
nuevos retos en el proceso de integración europea, al tiempo que los alemanes
han sido los más preocupados por darle la adecuada forma jurídica.
Por el contrario, los británicos, con su pragmatismo, son los que preguntan
“esto para qué”, “cuánto cuesta” o “qué consecuencias va a tener en la
práctica”. En este sentido, la presencia del Reino Unido puede verse como una
especie de “atranca ruedas” dentro de la UE, que muchos desean perder de vista
para no verse molestados con preguntas siempre incómodas. Sin embargo, otros,
entre los que me incluyo, consideran que la participación del Reino Unido en la
UE es positiva, ya que, además de su peso económico y de su indudable
contribución a la cultura europea, el pragmatismo británico nos obliga a pensar
si un proyecto merece la pena sacarlo adelante y si será viable una vez puesto
en marcha. Voy a poner un par de ejemplos, que están hoy en el debate sobre el Brexit.
La inviabilidad de la integración política europea
Después de la inevitable y sobrevenida ampliación de la UE a los países
europeos del Este en los años 90s, muchos pensábamos, pero sin decirlo, que el
proyecto de integración política hacia un modelo federal era inviable con una
Europa a 28, y que sólo podríamos aspirar a organizar, que no es poco, un
mercado único para la libre circulación de bienes, servicios y personas. Los
británicos nunca han ocultado su desconfianza, dudando incluso de la viabilidad
de la libre circulación de la mano de obra en áreas geopolíticas muy
heterogéneas desde el punto de vista económico, como es el caso de la UE tras
la ampliación. De hecho, el Reino Unido nunca ha formado parte del
espacio Schengen, y se ha reservado la facultad de controlar la entrada de
ciudadanos europeos al territorio británico.
Otro ejemplo está relacionado con la resistencia británica a extender los
derechos sociales a los europeos que residen en el Reino Unido, pero que no
tienen la nacionalidad, como es el caso de conceder a todos ellos las ayudas sociales
previstas en la legislación británica (tax credits) como complemento de
los “minijobs”. Este tema es uno de los que planteó Cameron al Consejo Europeo
como condición para defender en el referéndum la permanencia en la UE. Cameron
propuso que esas ayudas sólo puedan concederse cuando el residente lleve cuatro
años en territorio británico, propuesta calificada por políticos de los países
afectados como inaceptable “línea roja” que la UE no debería admitir so pena de
perder uno de los pilares de la cohesión.
Sin embargo, las exigencias británicas, lejos de descalificarlas por
principio, deberían hacernos pensar sobre algunos ambiciosos objetivos de la UE
que, por mucho que estén incluidos en los Tratados, serán inviables si no van
acompañados de la correspondiente política común y del consiguiente incremento
del presupuesto europeo. En el caso de los citados derechos sociales que
implican ayudas económicas (tax credits), creo que tendría sentido
exigir su extensión a todos los ciudadanos europeos con independencia de su
nacionalidad si esas ayudas fueran financiadas por el presupuesto común de la
UE, pero tendría menos sentido si son los propios Estados los que tienen que
financiarlas. Se dan casos de gobiernos que bajan la presión fiscal y reducen el
gasto público en política social dentro de su país, y que, sin embargo, exigen
a otros gobiernos de la UE, más generosos en estas cuestiones, extender las
ayudas a compatriotas que han tenido que trasladarse a esos países buscando el
empleo y la protección social que no tienen en el suyo. Ese es el caso de los
varios cientos de miles de polacos que residen en el Reino Unido, pero también
el de los más de 100.000 españoles registrados en ese país.
Una reflexión similar cabe hacer sobre el ambicioso reto de crear la UEM
(euro), que siempre criticó el Reino Unido. Las dificultades en las que se ve
envuelto este enorme desafío radican, entre otras cosas, en la precipitación de
su puesta en marcha (sin una adecuada arquitectura institucional) y en no
haberse abordado una política fiscal común. Tal vez en eso hubiera sido útil
haber prestado atención a las llamadas de alarma realizadas por el pragmatismo
británico sobre la viabilidad de poner en marcha la UEM.
En definitiva, el referéndum sobre el Brexit hay que
verlo como una oportunidad para debatir con realismo sobre el futuro de la UE,
reflexionando con sensatez y pragmatismo sobre los grandes problemas que
tenemos por delante (por supuesto, el de los refugiados e inmigrantes, pero
también el de la reactivación económica y la lucha contra el terrorismo
yihadista, para lo cual es fundamental contar con el Reino Unido). No es el
momento de plantear grandes proyectos de integración que sólo sirven para
despertar emociones, pero que carecen de viabilidad en una Unión como la actual
cuyo presupuesto común sólo representa el 1% del PIB europeo. Es el momento de
seguir avanzando con cautela (a pequeños pasos, como recomendaba Jean Monnet) y
a varias velocidades (cosa que ya es una realidad en varios temas), echando incluso
el “freno de emergencia” cuando haga falta como única vía para que el proyecto
de integración no descarrile.
Tal vez haya que avanzar hacia modelos flexibles y asimétricos de
integración que permitan el acomodo en el proyecto europeo de una estructura
tan compleja y heterogénea de países como la que existe hoy en la UE. Es
indudable que los actuales 19 países de la zona euro deben avanzar rápidamente en
la integración política para consolidar la Unión Económica y Monetaria. También
es indudable la necesidad de avanzar en la construcción de una política común
de asilo y extranjería en el conjunto de la UE. Pero no se tiene por qué
avanzar con el mismo ritmo e intensidad en otras políticas, en las que bastaría
con una eficaz cooperación intergubernamental. En resumen, con el Reino Unido
dentro (Brin) o fuera (Brexit), la UE se verá abocada a iniciar
un debate serio y realista sobre su futuro, que le permita salir de la
parálisis actual y abrir un nuevo horizonte de expectativas reales (no ficticias).