miércoles, 23 de enero de 2019

#ALTERNANCIA  POLÍTICA  EN  #ANDALUCÍA   
(versión ampliada del texto publicado en el Diario Córdoba el 18/01/2019)

Es indudable que en democracia los gobiernos cambian cuando así lo decide el electorado. Por eso, no pierde legitimidad un gobierno salido de las urnas por el hecho de que un mismo partido lleve largo tiempo al frente del poder ejecutivo. Tenemos el caso de Baviera, la región europea con mayor tiempo de un partido (el democristiano CSU) al frente del gobierno regional (más de sesenta años).
Sin embargo, la alternancia en el poder suele ser un buen indicador para medir la salud democrática de un país, si bien hay otros, como la separación de poderes, la transparencia, la rendición de cuentas, la libertad de expresión, el respeto de las minorías,… 
En España, comunidades como el País Vasco o Cataluña, gobernadas durante varias décadas por partidos nacionalistas, ya experimentaron cambios de gobierno. Sólo quedaba Andalucía para cerrar el círculo de la alternancia política (con casi cuarenta años ininterrumpidos de gobiernos socialistas, si contamos la etapa de la preautonomía), y los resultados del 2-D la han hecho posible.
No obstante, es una alternancia atípica, presidida por un partido (el PP) que ha obtenido uno de los peores resultados de su historia. Sólo la debacle del PSOE y de Adelante-Andalucía (A-A), propiciada por la desmovilización de la izquierda y por su inexplicable paralización postelectoral, ha permitido la formación de un gobierno de centro-derecha PP-Cs, apoyado por el partido de ultraderecha Vox.
Desde un punto de vista formal, la alternancia es impecable, ya que esos tres partidos han sido capaces de formar una mayoría suficiente en el Parlamento andaluz, que es realmente lo que vale en un sistema parlamentario como el nuestro. Por eso, no tiene sentido en sistemas parlamentarios hablar de “lista más votada”, ya que gobierna quien logra armar una mayoría en el parlamento. La apelación de Susana Díaz a que el PSOE ha sido la lista más votada, es tan poco convincente, como la de Arenas (PP) cuando ganó las elecciones de 2012 y no consiguió la mayoría parlamentaria.
Ahora bien, la alternancia no siempre asegura la gobernabilidad, que es otra cosa. Por eso, hay dudas fundadas sobre si la nueva mayoría parlamentaria PP+Cs+Vox conducirá a una situación de gobernabilidad que permita al nuevo poder ejecutivo emprender su acción de gobierno con la estabilidad que toda democracia requiere.
De hecho, la escenificación del pacto tripartito no augura nada bueno. Los dirigentes de Cs no han querido saber nada de Vox, que, lo quieran o no, será su socio, haciéndose más que evidente la profunda desconfianza entre ambos partidos. Ni una foto ha sido posible entre los dirigentes de los tres partidos. Parece como si la comprensible alegría por haber logrado la alternancia en Andalucía, sea una alegría fragmentada, experimentándola cada partido a su manera y mirando de reojo al socio del tripartito, como si fuera un adversario.
Además de la desconfianza, hay otras razones que hacen dudar de la gobernabilidad en Andalucía. La primera es que la alternancia descansa en tres partidos (PP, Cs y Vox) que compiten por la misma base electoral. Ello generará inevitablemente tensiones entre ellos, teniendo en cuenta que en este año 2019 habrá diversos comicios (municipales, autonómicas, europeas y previsiblemente nacionales) y tendrán que hacer visibles sus diferencias.
La segunda razón estriba en el hecho de que el programa del nuevo gobierno ha sido acordado sólo entre dos partidos (PP y Cs) que no tienen la mayoría necesaria para sacar adelante los proyectos de ley en los que deben concretarse las reformas propuestas. En su discurso de investidura, Moreno Bonilla ha afirmado, consciente de su debilidad parlamentaria, de que el diálogo con todas las fuerzas políticas será el eje de su actuación. 
Pero la realidad es la que es, y el poder ejecutivo se verá obligado, mal que le pese a Cs, a contar con el apoyo de los doce diputados de Vox para llevar a cabo su acción de gobierno. Es el de Vox un apoyo que, al no estar comprometido por un programa previo, tendrá que ser negociado día a día, con el consiguiente desgaste que ello conlleva para los dos partidos de la coalición gobernante.
Y ahí estriba la tercera razón sobre el riesgo de inestabilidad, ya que muchas de las medidas acordadas entre PP y Cs, entran en colisión con el programa de Vox, por lo que no tienen asegurado el apoyo de este partido cuando el gobierno las presente en el Parlamento.
Por ejemplo, las medidas relativas al compromiso de asegurar el funcionamiento del modelo autonómico en temas como salud y educación, entran en conflicto con la posición de Vox respecto a las CC.AA., que ha hecho de la centralización y la recuperación por parte del gobierno central de esas competencias su principal banderín de enganche.
Lo mismo cabe decir del compromiso de PP y Cs de seguir avanzando en las políticas de lucha contra la violencia machista, cuya paralización y reforma es otro de los temas estrella de Vox. Algo similar puede decirse en relación con la aplicación en territorio andaluz de las políticas relativas a los temas de acogida de inmigrantes, sobre las que hay serias discrepancias entre los tres partidos.
La oposición, formada por PSOE y Adelante-Andalucía, estará al acecho, pendiente no sólo de si la gobernabilidad funciona, sino también ocupada de obstruir la acción de gobierno con las herramientas habituales en toda democracia: sesiones de control en el parlamento; presentación de mociones que muestren los flancos débiles del gobierno provocando divisiones en su precaria mayoría parlamentaria,… Está por ver si habrá cooperación entre PSOE y A-A (cuya desconfianza mutua es manifiesta) o si se embarcarán en una carrera por ver cuál de los dos partidos es más radical en su oposición al gobierno.
En definitiva, ha habido alternancia en Andalucía. Pero el hecho de que no esté asegurada la gobernabilidad es un mal augurio para una Comunidad como la andaluza que, para seguir avanzando, necesita una estabilidad política que hoy por hoy es incierta.

jueves, 3 de enero de 2019


#ALTERNANCIA  Y   #GOBERNABILIDAD
  EN   #BRASIL   

Desde el pasado 1 de enero, Jair Bolsonaro es el nuevo presidente de Brasil, tras su victoria en segunda vuelta en unas elecciones en las que participó casi el 80% de la población con derecho a voto. Obtuvo el 55,13% de los votos frente al 44,87% de Fernando Haddad, candidato del Partido de los Trabajadores (PT).

La campaña electoral fue de una inusitada dureza, especialmente por parte de Bolsonaro, planteándose la disputa entre los dos candidatos como una confrontación dramática en la que se barajaron términos como barbarie frente a civilización, democracia frente a totalitarismo,...

Ello muestra el alto grado de polarización a que se ha llegado en la sociedad brasileña, superándose los niveles de confrontación que son habituales en sistemas electorales a doble vuelta, en los que se reduce la competición (pero también se intensifica) a los dos candidatos que pasan al segundo turno.

Polarización y exclusión

Con esos antecedentes de polarización, es comprensible la preocupación de una parte de la población brasileña por el discurso excluyente de Bolsonaro en su toma de posesión, con expresiones impropias de un acto de la máxima relevancia institucional como ése.

Por ejemplo, muchos brasileños se quedaron perplejos, cuando no indignados, al escucharle decir al nuevo Presidente, con la banda presidencial y la bandera nacional en la mano, que Brasil “nunca más será roja”, en clara alusión al PT de Lula y Haddad, un partido constitucional votado por casi la mitad de los brasileños y que aún tiene el mayor número de representantes (56) en la actual Cámara de Diputados.

Ha generado también preocupación la composición de su gobierno, que incluye a siete jefes militares en la reserva al frente de importantes carteras ministeriales. Pero también preocupa a muchos brasileños la supresión de ministerios y secretarías de gran relevancia social, como las relativas a igualdad, educación en la diversidad, inclusión o derechos humanos, en lo que se interpreta como un retroceso de las conquistas obtenidas en estas áreas durante los gobiernos del PT de Lula y Dilma Rousseff.

Asimismo, algunos de los primeros decretos de Bolsonaro son percibidos como un ataque en toda regla a derechos que se consideraban blindados. Uno de esos decretos es el que, en detrimento de la FUNAI (Fundación Nacional del Indígena), da plenos poderes al Ministerio de Agricultura para delimitar las tierras indígenas, satisfaciendo así las demandas de los intereses agrarios y eliminando las trabas a la explotación comercial de la Amazonía.

Junto a ello, existe un fundado temor al revanchismo que pueda producirse contra el personal más vulnerable de la administración pública (personal interino y contratado). Es un temor centrado sobre todo en el área de las entidades federales por cuanto que en los estados federados y en los municipios continúan gobernando partidos de distinto signo al de Bolsonaro (en algunos, el PT conserva todavía importantes parcelas de poder).

No obstante, más allá de esa comprensible preocupación de una parte de la sociedad brasileña, la realidad es que, a la vista de los resultados electorales, puede decirse que ha sido un proceso formalmente impecable de alternancia en el gobierno de la mayor democracia latinoamericana, como ha venido ocurriendo desde la recuperación de las libertades en 1985 tras veinte años de dictadura militar. Sólo el acceso a la presidencia del vicepresidente Michel Temer en agosto de 2016 tras el controvertido impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff, rompió el ciclo normal de alternancia en Brasil.

Se  han escrito numerosos artículos sobre el giro a la derecha extrema que representa la victoria de Bolsonaro y que se percibe como una tendencia extendida por otros países y articulada en una red de nuevas alianzas internacionales entre sus dirigentes (Trump, Orban, Netanyahu,...) que preconiza el retorno a valores como el nacionalismo, la autoridad, la familia, la religión,...

Asimismo, se ha analizado con amplitud el importante apoyo que ha recibido de la iglesia evangélica, y mostrado con suficiente claridad la cultura militarista en la que se inspira el propio Bolsonaro (capitán del ejército en la reserva) y que guía muchas de sus actitudes autoritarias.

Pero no es mi objetivo abundar en estos asuntos, que son importantes, sin duda, mas ya analizados con profusión en los distintos medios de comunicación.

El problema de la gobernabilidad

Lo que me interesa tratar aquí es un tema al que se le ha prestado poca atención. Me refiero al problema de la gobernabilidad en países con sistemas presidencialistas. Es éste un tema relevante por cuanto está en la raíz de la inestabilidad que suele estar presente en estos países si no se le trata con sistemas electorales adecuados. Aportaré a continuación algunas reflexiones sobre este asunto, tomando como referencia el caso de Brasil.

Lo primero a tener en cuenta es que, en este tipo de sistemas políticos, la alternancia no es siempre sinónimo de gobernabilidad, y el caso brasileño lo confirma. Ha habido alternancia y cambio de gobierno, pero Brasil sigue teniendo un problema de gobernabilidad.

Este problema lo arrastra Brasil precisamente desde la aprobación de su Constitución en 1988 y la celebración del referéndum de 1993, que apostó por un sistema presidencialista y dio paso a la aprobación de una ley electoral que ha provocado la fragmentación de las dos cámaras parlamentarias en múltiples grupos políticos.

Como se sabe por el derecho político comparado, los sistemas presidencialistas aseguran la gobernabilidad de un país si van acompañados de leyes electorales que garanticen un cierto grado de concentración de la pluralidad política en los parlamentos.

El de los EE.UU. es un caso paradigmático, con dos partidos (el Republicano y el Demócrata) que concentran la representación en las dos cámaras (Congreso y Senado). México es también un sistema presidencialista en el que la Cámara de Diputados está formada por tres grandes grupos parlamentarios: uno, mayoritario, liderado por Morena, del presidente López Obrador; y dos en la oposición (el del PAN, y el del PRI).

Por el contrario, en países con sistemas presidencialistas que no van acompañados de una cierta concentración parlamentaria, suelen darse problemas de gobernabilidad. En esos casos, el Presidente de la República, que preside además el poder ejecutivo, suele tener serias dificultades para obtener el apoyo de una cámara legislativa fragmentada y, por tanto, para emprender su acción de gobierno de acuerdo con el programa con el que se presentó a las elecciones.

Eso es lo que ha venido ocurriendo en países como Brasil, cuyo problema de gobernabilidad tiene su raíz en la combinación de un sistema presidencialista y una legislación electoral que no propicia la concentración parlamentaria. Eso ha ido conduciendo elección tras elección a un parlamento extremadamente fragmentado, que hace muy difícil la constitución de gobiernos apoyados en mayorías estables y cohesionadas.

De hecho, el parlamento salido de las elecciones de octubre de 2018 está fragmentado en treinta formaciones políticas en la Cámara de Diputados y en veinte en el Senado. En la Cámara (513 escaños) el PSL del nuevo presidente Bolsonaro sólo tiene 53 diputados, y el PT del derrotado Haddad 56, distribuyéndose los más de 400 escaños restantes en una miríada de partidos, muchos de ellos plataformas personales creadas expresamente para las elecciones, y que sólo persiguen intereses particularistas.

En el Senado, de gran importancia en el sistema político brasileño, la fragmentación es aún mayor, ya que sus 81 senadores se distribuyen en veinte partidos, entre los cuales el PSL de Bolsonaro sólo cuenta con 4 senadores y el PT con 6.

Esto puede darnos una idea de las dificultades que tendrá el nuevo Presidente para desarrollar su acción de gobierno.  Al no disponer de mayoría parlamentaria, tendrá que buscar pactos sin fin con gran parte de los partidos presentes en las dos cámaras, ya que muchos de los decretos deberán ser refrendados en la Cámara de Diputados y en el Senado.

Esto no es una novedad, ya que ha sido la pauta en el sistema político brasileño de los últimos treinta años. Pero es un factor de inestabilidad que va en detrimento de la gobernabilidad del propio sistema y abre la puerta a la corrupción política generalizada.

Recordemos que incluso en la época dorada del PT, ni Lula ni Dilma lograron formar gobiernos exclusivamente “petistas”, debiendo incluir políticos de otros partidos y teniendo que pasar por un verdadero calvario para sacar adelante sus proyectos en unas cámaras parlamentarias tan fragmentadas. Ello les provocó un importante desgaste, contaminó de corrupción a parte de sus dirigentes y causó no poca decepción entre sus votantes al ver limitadas sus expectativas de cambio. Fue, por ello, uno de los factores (si bien no el único) que desencadenaron la crisis y caída del PT (ver mi artículo "La agonía de Dilma" publicado en este blog en marzo de 2016, y que puede consultarse en el siguiente enlace: 
https://eduardomoyanoestrada.blogspot.com/2016/03/laagonia-de-dilma-la-situacion-politica.html

Puede que la red de intereses que lidera Bolsonaro le facilite alcanzar acuerdos clientelares con otros grupos afines. Pero en todo caso, su minoría parlamentaria le obligará a hacer concesiones más amplias en detrimento de sus propuestas iniciales, algunas de ellas necesitadas de leyes orgánicas o incluso de reformas constitucionales, para llevarlas a efecto. 

La paradoja es que sin una reforma del sistema electoral brasileño que evite la extrema fragmentación del Senado y la Cámara de Diputados, el problema de la gobernabilidad seguirá estando presente en Brasil, pero es esa misma fragmentación la que impide que se formen mayorías suficientes para abordar dicha reforma. Es un bucle del que le será difícil salir.

Por eso, los gobiernos brasileños seguirán estando sometidos a situaciones de inestabilidad, dificultando así que una de las mayores economías del mundo pueda desplegar todo el potencial que encierra.