domingo, 27 de marzo de 2016

SEMANA   SANTA   EN   ANDALUCIA
Una   lectura   sociológica


La Semana Santa es un acontecimiento importante en muchas ciudades españolas. En Andalucía adquiere una relevancia aún mayor, como se ha puesto de manifiesto, una vez más, en esta pasada semana. Dada su importancia, algunos antropólogos califican la Semana Santa andaluza de “hecho social total”, término acuñado hace casi un siglo por el francés Marcel Mauss para denominar ciertos acontecimientos singulares donde confluyen no sólo dimensiones religiosas, sino también culturales, económicas, políticas y sociales.

La singularidad de la Semana Santa es percibida con claridad por la opinión pública andaluza, que la consideran la expresión cultural más significativa de Andalucía. En el Barómetro Andaluz de Cultura (2012), más del 70% de los andaluces opinan que la Semana Santa es un “hecho cultural”, y el 60% que es la expresión cultural más característica de Andalucía.

La Semana Santa moviliza a toda la población, tanto a los que participan activamente en ella, como a los que son sólo meros observadores o incluso a los que se manifiestan de manera crítica. Asimismo, la Semana Santa es un evento en el que se ven implicadas las instituciones públicas de cada localidad, con independencia de la ideología política del gobierno municipal, al autorizar, con más o menos convicción, la ocupación del espacio público por los desfiles procesionales, modificando las ordenanzas en materia de ruido, tráfico, limpieza, saneamiento, recogida de residuos,

En definitiva, como “hecho social total”, la Semana Santa andaluza a pocos deja indiferente, aunque tenga distintos significados para cada persona o grupo de la sociedad local, como también ocurre con otras celebraciones de semejante naturaleza (las Fallas de Valencia, los Sanfermines pamplonicas o las fiestas levantinas de Moros y Cristianos).

Diversos significados sociales

En la Semana Santa andaluza, pueden distinguirse diversas categorías de individuos respecto a este acontecimiento. Una primera categoría estaría formada por los “sujetos activos”, es decir, por los que tienen un protagonismo visible en ella por el hecho de formar parte activa de las asociaciones que la componen (hermanos mayores de las hermandades, cofrades, miembros de los cabildos, bastoneros, costaleros,…). También forman parte de esa categoría las personas que colaboran de manera directa en los diversos actos religiosos que tienen lugar en torno a la Semana Santa (ya sea ayudando en la preparación de las imágenes, ya sea acompañándolas en los desfiles procesionales, ya sea asistiendo a los cultos en las iglesias,…)

La segunda categoría sería la de los “observadores”. Estaría formada por aquellas personas que, de forma pasiva, se limitan a ser meros espectadores de los eventos que tienen lugar durante esos días, sin pertenecer a ninguna asociación ni participar directamente en dichos eventos (aquí se incluirían también muchos visitantes foráneos que se acercan esos días a los pueblos andaluces para presenciar los desfiles procesionales).

Una tercera categoría estaría constituida por aquellos vecinos que se muestran “indiferentes y/o críticos” con la Semana Santa y que, en algunos casos, incluso aprovechan esos días de ocio para salir del pueblo y dedicarlos a otros menesteres. Algunos son críticos porque, desde una determinada visión del hecho religioso, consideran que el modo festivo y jocoso como se celebra la Semana Santa en muchos pueblos andaluces, no es el más adecuado desde el punto de vista de la moral cristiana. Otros, sin embargo, la critican desde una perspectiva diferente, al entender que es una forma abusiva de ocupar el espacio público, y que, en opinión de estos grupos, no debería ser tolerada en un Estado aconfesional como el nuestro. En esta misma línea, hay vecinos que son también críticos con la Semana Santa al sentirse incómodos con una celebración que, desde su punto de vista, consagra el predominio de valores (machismo, fetichismo, religiosidad exacerbada,…) difícilmente justificables en una sociedad, como la española, donde lo religioso está cada vez más instalado en el ámbito de lo privado.

Además, no puede ignorarse que, alrededor de la Semana Santa, hay una cuarta categoría de personas cuya presencia está relacionada con la intensa actividad económica que se desarrolla en torno a ese acontecimiento (bandas de música, trabajos de imaginería, fabricación de rostrillos, mantenimiento de ropas y atributos de las figuras bíblicas, arreglo y restauración de imágenes, servicio de cocina y catering para la organización de los actos de hermandad,…)

Fuente de identidad cultural

Debido al declive de las clásicas concepciones “esencialista” y “estructural” de la identidad, se va asentando cada vez más la idea de que la identidad de los individuos en la sociedad contemporánea no es única ni estable, sino múltiple, fragmentada y en permanente transformación. Según esta idea, los individuos conviven con diversas identidades, que son inestables y que son fruto del inevitable proceso de adaptación a los distintos contextos con los que tenemos que enfrentarnos en el día a día (en el mundo del trabajo, los negocios, la política, la familia, los amigos,…).

En ese contexto de identidades múltiples, fragmentadas e inestables, la Semana Santa constituye para los andaluces un importante escenario de reafirmación de la identidad afectiva, es decir, de la identidad basada en los sentimientos y las emociones. Es un referente a través del cual muchas personas, más allá de su adscripción ideológica o creencias religiosas, se sienten, aunque sólo sea en esas fechas, parte del grupo, o incluso de la comunidad en la que viven, tal como ocurre en otros acontecimientos andaluces de naturaleza similar (Romería del Rocío, Carnavales de Cádiz o algunas ferias y fiestas locales). Al igual que en esos otros eventos, en la Semana Santa andaluza se fortalece un nosotros grupal (comunitario), en el que confluyen tanto la dimensión familiar, como la dimensión semilocal (barrio) y la de amistad y fraternidad.

Cabe preguntarse por qué la reafirmación de esa dimensión afectiva de la identidad cultural andaluza se produce sobre todo en torno a la Semana Santa. Como han señalado algunos estudiosos de la Semana Santa andaluza (Moreno Navarro, Agudo, Rodríguez Becerra,…), todo esto ha sido posible gracias al singular proceso de secularización de lo religioso que se ha dado en Andalucía. Este proceso explica que, a diferencia de lo ocurrido en otras regiones españolas, no hayan desaparecido en Andalucía los rituales populares asociados a las imágenes religiosas, sino todo lo contrario. Se ha  producido incluso una reactivación de dichos rituales, trascendiendo el ámbito de las devociones privadas y procurando marcar su autonomía respecto a la autoridad eclesiástica en una sociedad cada vez más secularizada como la actual.

De hecho, en Andalucía, estos símbolos religiosos siguen estando muy presentes todos los días del año en ambientes seculares o incluso laicos (como bares, restaurantes, comercios, tiendas, despachos profesionales, club deportivos, gestorías,…) en forma de cuadros y fotografías de cristos y vírgenes, así como de carteles de semana santa, de calendarios cofradieros, de participaciones de lotería de las diversas corporaciones bíblicas y cofradías, y, más recientemente, de vídeos, páginas web y blogs en Internet.

Esto no suele ocurrir con otros eventos en una gran mayoría de las localidades andaluzas. A ello contribuyen, sin duda, factores tales como los siguientes: el carácter festivo-primaveral de la Semana Santa (conmemorando la Pasión, pero celebrando la alegría de la Resurrección) el potencial emotivo que tiene la religiosidad y la fe religiosa en la conciencia de la gente (con sus variantes y diversidad de significados); la exaltación de la hermandad a través de los rituales típicos de la Semana Santa; el culto del comensalismo que impregna las reuniones que se celebran esos días, y, sobre todo, el escrupuloso respeto de las tradiciones (nuevas y viejas) que convierten esos rituales en una exacta repetición anual de hechos y comportamientos sociales.

Gracias a ese conjunto de factores, la Semana Santa se mantiene hoy muy presente en la sociedad andaluza, habiéndose incorporado a la vida cotidiana de muchos andaluces sin que eso les haya impedido avanzar en los valores típicos de la modernidad (individualismo, privacidad, secularización, laicidad, libertad religiosa, universalismo, ciudadanía,…). Tradición y modernidad coexisten en torno a la Semana Santa, debido al citado proceso de secularización de lo religioso, pero también gracias al entorno de sociabilidad y cercanía que se produce en muchos pueblos andaluces en estos días. En ese contexto, el yo individual se integra, como he señalado, en un nosotros grupal que contribuye a llenar el vacío creciente de la vida moderna apelando a los lazos de la tradición, los sentimientos y las emociones.

La funcionalidad y utilidad de esas prácticas y rituales tradicionales para afrontar los avatares de la vida moderna, es lo que explica el relevo generacional que tiene lugar en la Semana Santa andaluza. De hecho, se ha producido en los últimos años un importante aumento del número de jóvenes en las cofradías, hermandades y corporaciones, compatibilizando muchos de ellos su moderno rol profesional (global y cosmopolita) con el deseo de mantener vivos sus orígenes (locales) y de construir un relato identitario propio que le permita conservar el sentimiento de pertenencia a sus grupos primarios (amigos, familia). Puede verse en ello el afán por conservar una especie de “hilo de la memoria” (Danièle Hervieu-Lèger) que les vincula con sus raíces locales y con las generaciones anteriores.

Tradición y modernidad

La Semana Santa de Andalucía es, en definitiva, un “hecho social total” que trasciende su dimensión religiosa y cultural y que afecta a todos los ámbitos de la sociedad andaluza (se participe o no en ella). Como tal, es un acontecimiento que está sometido a los cambios propios del entorno donde se desarrolla, impregnándose de nuevas percepciones y expectativas y de nuevos comportamientos por parte de la población. Su extensión a nuevos grupos sociales es, sin duda, una muestra de su pujanza, pero supone también la incorporación de elementos nuevos de expresividad (en las imágenes, en la música, en el vestuario, en los itinerarios,…) y de nuevas formas de participación (como la presencia cada vez mayor de las mujeres como sujetos no pasivos, sino activos de la Semana Santa).

Asimismo, esos cambios reafirman la autonomía de las hermandades, cofradías y corporaciones respecto a las autoridades eclesiásticas, provocando no pocas tensiones a la hora de determinar el rumbo de la Semana Santa y de marcar las pautas estéticas que la rigen. Además, la creciente secularización de la sociedad andaluza hace que los eventos asociados a la Semana Santa ya no sean vistos como una expresión exclusiva, genuina e intocable de la religiosidad popular andaluza, y tampoco se acepta que, por ese carácter de exclusividad, deba impregnar a todas las instituciones sociales (sean o no religiosas). Tales eventos están cada vez más sometidos al escrutinio de la opinión pública en función de los efectos que tienen sobre el funcionamiento de la vida cotidiana en nuestras ciudades durante esos días, lo que es fuente de tensiones a la hora de distinguir entre el espacio público y el espacio privado.


Todos esos cambios rompen con las pautas tradicionales de la Semana Santa, la hacen más plural y menos exclusivista, pero la enriquecen de otro modo, no siempre al gusto de todos. Es en esa tensión entre tradición/modernidad, entre secularización/religiosidad, donde debe enmarcarse hoy la Semana Santa de Andalucía. De esa tensión extrae sus principales energías, pero también surgen de ella elementos que hacen más compleja su gestión.

lunes, 21 de marzo de 2016

LA  AGONÍA  DE  DILMA


La situación política de Brasil es grave, pero, en contra de lo que pudiera parecer, su gravedad no radica en el tema de la corrupción política. Sus causas son más profundas.

Hay que recordar que la corrupción es consustancial a todo sistema político, ya que la codicia forma parte de la naturaleza humana (de ahí, la necesidad de vigilarla estrechamente). En democracia, la corrupción es un problema que los ciudadanos toleran cuando las cosas van bien, pero se muestran implacables con ella cuando en momentos de crisis económica la clase política no es capaz de satisfacer las demandas de la población en materia de empleo, bienestar y seguridad. 

Es grave el caso “lava á jato” (en alusión al lavadero de coches de una estación de servicio donde se destapó el escándalo de Petrobras, la más importante empresa pública brasileña). Pero no es más grave que los casos españoles de los “papeles de Bárcenas”, las operaciones Púnica (Madrid) y Taula (Valencia), el caso de los EREs (Andalucía) o el caso Noos (que implica a la Casa Real).

El problema radica en el modo como responden las instituciones democráticas a estos escándalos de corrupción política. Si las instituciones democráticas funcionan bien, los casos de corrupción serán denunciados, perseguidos y juzgados, sin que supongan una amenaza al sistema democrático. El problema es cuando las instituciones se resquebrajan y la democracia no es suficientemente sólida para hacer frente a esas situaciones. Eso es lo que está ocurriendo en Brasil, donde las instituciones de su joven y frágil democracia (sólo treinta años desde que se iniciara la transición democrática  a mediados de los años 80) no están superando el “test de esfuerzo” a que son sometidas. La gravedad de la situación brasileña radica, por tanto, en el problema de gobernabilidad que se ha generado con la corrupción política.

Para que una democracia funcione, debe haber una clara separación de poderes, y las instituciones tienen que garantizar la gobernabilidad: es decir, que el gobierno pueda ejercer sus funciones ejecutivas;  el parlamento, sus tareas legislativas y de control político, y el poder judicial su función de velar por la legalidad de los actos públicos. Nada de eso está funcionando correctamente en Brasil, y es lo que explica la crisis que se ha instalado en su sistema político, agravada aún más por una fuerte recesión económica. Me propongo en este breve artículo aportar alguna información que nos ayude a entender la compleja situación brasileña.

Un gobierno débil con un parlamento muy fragmentado

Empecemos por las funciones del poder ejecutivo. Lejos  de lo que se pudiera pensar, Dilma no preside un gobierno homogéneo, apoyado por su partido (Partido de los Trabajadores, PT), sino un gobierno multipartidista en el que cada ministro representa a distintas facciones parlamentarias. Las últimas elecciones presidenciales (octubre 2014) arrojaron un resultado muy apretado (Dilma Rousseff obtuvo el 51,64% de los votos, y Aecio Neves el 48,36%), y las legislativas dieron lugar a una cámara de diputados fragmentada en 22 partidos políticos (algunos de ellos unipersonales) como resultado de las perversiones de un viejo sistema electoral de listas abiertas que se remonta a los años 40s y que necesita una urgente reforma. En una Cámara de 513 diputados, el PT sólo tiene 70, por lo que Dilma ha tenido que pactar la composición de su gobierno con varios partidos que atraviesan todo el arco parlamentario (PMDB, con 66 diputados; PP, con 36; PR, con 34; PRB, con 21; PSD, con 37; PCB, con 10), además de con los llamados partidos “nanicos” (enanos, por tener sólo un diputado). Cada uno de esos partidos del bloque gubernamental tiene una cuota de ministros en el gobierno de Dilma. De hecho, el vicepresidente Michel Temer no es del PT, sino del PMDB.. 

A diferencia de lo que ocurre en los regímenes parlamentarios de listas cerradas, los partidos brasileños no ejercen disciplina de voto sobre sus diputados, sino que cada diputado vota según sus intereses personales: ser reelegido por su circunscripción, o satisfacer las demandas de grupos económicos (como las “empreiteiras”, empresas constructoras que participan en las grandes obras públicas). El sistema de partidos entra así en un juego de clientelismo político de resultados imprevisibles. El caso brasileño es un ejemplo evidente de perversión de los sistemas presidencialistas cuando no se dispone de un sistema de partidos estable capaz de respaldar las políticas acordadas desde el poder ejecutivo. Lo que está ocurriendo ahora en Brasil (pero también lo que ocurrió en los meses previos al golpe de estado de 1964) muestra las debilidades del sistema presidencialista, la perversión del sistema electoral (que favorece la fragmentación parlamentaria) y la incapacidad de las instituciones de asegurar la gobernabilidad. 

Durante los primeros mandatos de Lula, el PT, sin tener la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, era, con diferencia, el partido con mayor número de escaños, siendo entonces el único partido brasileño internamente cohesionado y con disciplina de voto entre sus diputados. Eso, más el carisma de Lula como líder indiscutible, tras su primera y arrolladora victoria en 2002 y su segunda, menos aplastante, de 2006, le dio a su gobierno la estabilidad suficiente para aplicar las políticas reformistas de claro contenido socialdemócrata que caracterizaron sus dos mandatos (con el programa “Fome Zero”, como estrella) y que dieron “voz” a las clases más desfavorecidas, disminuyendo la desigualdad y reduciendo sensiblemente los elevados niveles de pobreza existentes en Brasil.

Además, la bonanza económica, con unos elevados precios del petróleo que llenaban las arcas de la empresa pública Petrobras, permitía al gobierno disponer de recursos para financiar sus políticas sociales sin tener que abordar una verdadera reforma fiscal que redujera la flagrante desigualdad social existente en Brasil. Además, en esa época de crecimiento, hubo facilidad de llenar las arcas públicas con la venta de commodities (por ejemplo, soja y minerales de hierro), lo que hizo que los gobiernos “petistas” no se ocuparan de cambiar el modelo productivo ni de apostar por la industrialización.

En ese contexto, Petrobras continuó siendo utilizada por el gobierno como mecanismo de engrase de la maquinaria clientelar, una función que habían venido ejerciendo todos los gobiernos brasileños desde el comienzo de la democracia como forma de comprar apoyos políticos que garantizasen la estabilidad. Asimismo, Petrobras continuó utilizándose como pantalla para la financiación de los partidos por parte de las grandes empresas beneficiarias de los contratos públicos (empreiteiras) mediante una red de flagrante corrupción extendida a todo el sistema político brasileño.

Los problemas de Dilma

Dilma supo aprovechar esa inercia en su primer mandato presidencial, pero no ha podido aprovecharla en el segundo, que, debido a su precaria victoria, se le está convirtiendo en un auténtico “calvario” y en una larga agonía. En este segundo mandato, Dilma ha tenido que afrontar diversos problemas que le están estallando en una especie de “tormenta perfecta” que amenaza con llevársela por delante, con el riesgo adicional de que la democracia brasileña pueda sufrir un daño irreparable.

El primero de esos problemas es la ya comentada debilidad de su apoyo parlamentario, con un PT en claro retroceso y con una grave crisis de legitimidad ante la ciudadanía, debido a los casos de corrupción en que se han visto implicados muchos de sus dirigentes intermedios, aunque no la presidenta Dilma. El segundo problema es el de la recesión económica, que ha hecho caer el PIB en más del 5% en los dos últimos años, con lo que eso significa de aumento de la tasa de desempleo y de recortes del gasto público en temas tan sensibles como el de las políticas sociales. El tercer problema es el haber salido a la luz la corrupción institucionalizada en Petrobras, desvelando, a través de la citada operación “lava jato”, los nombres de políticos de todo signo (entre ellos los del PT, el partido de Dilma). En esa situación, Petrobras no ha podido seguir ejerciendo su tradicional función de engrasar la maquinaria clientelar de todo el sistema político brasileño, provocando una auténtica combustión.

Hay otro problema, que es de tipo personal, y tiene que ver con el propio agotamiento de la figura de Dilma. Buena gestora cuando fue la mano derecha de Lula en sus gobiernos, ha demostrado, sin embargo, como Presidenta carecer del liderazgo suficiente para asegurar la cohesión interna en las filas de un PT cada vez más dividido y tensionado. Asimismo, no ha mostrado tener el carisma necesario para seguir manteniendo el apoyo y la confianza del amplio electorado “petista”, un electorado constituido por las clases populares y por sectores de la burguesía ilustrada y de las clases medias progresistas de Brasil, hoy bastante decepcionados con el modo como se han comportado los dirigentes del PT en los distintos niveles de gobierno. Tampoco ha mostrado la "cintura" política" que se precisa para gestionar un apoyo parlamentario tan heterogéneo como el que hasta ahora ha mantenido a su gobierno.

El quinto problema tiene que ver con la estrategia antisistema de la derecha (política, económica y mediática). Ante la frustración por no haber logrado el poder que creía a su alcance en las pasadas elecciones presidenciales, la derecha no está teniendo ningún escrúpulo en activar métodos que rozan la ilegalidad, utilizando el poder judicial con fines políticos con tal de eliminar a Dilma con un impeachment antes de que finalice su mandato y con tal de evitar que su “odioso” y “temido” Lula vuelva a presentarse como candidato en las elecciones de 2018. En ese contexto de “todo vale” con tal de desbancar a Dilma del poder, el modo como el “juez estrella” Sergio Moro está llevando la citada operación “lava jato” borda la ilegalidad, filtrando a su antojo informaciones a los medios de comunicación de la poderosa red Globo y difundiendo sólo los casos de corrupción de la empresa Petrobras que afectan a políticos del PT y del entorno de Lula y Dilma.

Una situación de falta de gobernabilidad

Todo eso hace que los poderes ejecutivo, legislativo y judicial hayan perdido su necesaria independencia en Brasil, actuando de forma interrelacionada en un choque institucional de consecuencia imprevisibles. El poder ejecutivo actúa a la defensiva, utilizando los resortes políticos para proteger a la presidenta y al propio Lula (de ahí su cuestionable nombramiento como ministro de la presidencia). El poder legislativo está paralizado por las disputas internas entre la miríada de grupos que componen la Cámara de Diputados y el Senado, y que intervienen en el impeachment de la presidenta Dilma. Y el poder judicial ha entrado en una perversa dinámica de politización de uno u otro signo, perdiendo credibilidad y legitimidad como la institución independiente que debe ser en todo sistema democrático.

El resultado más grave de todo esto no es la polarización política, que es algo habitual hasta en las más consolidadas democracias (pensemos en la actual polarización política en los EE.UU. o en Francia), sino la fractura que se ha producido en la propia sociedad civil brasileña, y que los partidos políticos no hacen más que exacerbar. Estamos, por tanto, ante una situación de falta de gobernabilidad, y es ahí donde radica la gravedad del momento por el que atraviesa Brasil.

La más grande economía latinoamericana y uno de los países emergentes que hasta sólo unos años recibía la admiración de todo el mundo, es ahora motivo de seria preocupación a sólo unos meses del comienzo de las Olimpiadas de Río. Los meses próximos, en los que se resolverá la propuesta de impeachment contra Dilma, serán decisivos para el futuro de Brasil. Sea cual fuere el resultado, nada volverá a ser igual en la política brasileña.

domingo, 13 de marzo de 2016

SOBRE   LAS   DIPUTACIONES

Las diputaciones provinciales han saltado a la actualidad política de nuestro país al haberse incluido su disolución, de forma precipitada, en el pacto PSOE-Cs, provocando un fuerte rechazo tanto en las filas socialistas, como en las filas del PP. Dada la magnitud económica y la extensión territorial de estas instituciones, quizá habría sido necesario algo más de debate ante de hacer una propuesta de ese calado.

Es una realidad que estas instituciones bicentenarias tienen mala fama al haber sido objeto de utilización política por todos los partidos desde el comienzo de la transición democrática. En vez de suprimirlas en aquel momento, como muchos proponían, las cúpulas dirigentes decidieron mantenerlas como entidades intermedias entre el nivel autonómico y el nivel municipal quedando así enquistadas en la nueva arquitectura institucional sancionada por la Constitución de 1978.

Pero también es una realidad que la población tiene escaso conocimiento sobre el papel que realmente desempeñan las diputaciones en la política local al mezclarse e incluso solaparse algunas de sus funciones con las de los gobiernos autonómicos y los ayuntamientos. Esto hace que una gran mayoría de los ciudadanos las valore negativamente y las vean como agencias de colocación de los dirigentes de los partidos políticos para contratar a su antojo a los asesores que quieran, y para cobrar enjundiosos salarios. Eso es parte de la realidad, pero no toda la realidad de las diputaciones. En este breve texto procuraré informar sobre lo que son las diputaciones y dar alguna opinión sobre la actual propuesta de disolverlas.

Instituciones bicentenarias y diversas

Lo primero que hay que señalar es que las diputaciones son instituciones con más de 200 años de historia, ya que su creación se remonta a la Constitución de 1812, cuando se organizó el Estado sobre bases territoriales de ámbito provincial, siguiendo el modelo francés. Desde entonces, y tras haber pasado por diferentes regímenes políticos, se han ido consolidando como entidades públicas encargadas de gestionar determinadas funciones relacionadas con las provincias, si bien variando en competencias y modelos de organización según los diversos territorios. Ello ha dado lugar a tres tipos de entidades políticas de ámbito provincial: las “diputaciones provinciales” (DP), las “diputaciones forales” (DF) y los “cabildos” y “consejos insulares”.

Las más extendidas son las “diputaciones provinciales” (DP), que en número de 38 están distribuidas en diez CC.AA. (Andalucía, las dos Castillas, Cataluña, Valencia, Galicia, Aragón y Extremadura). En las autonomías uniprovinciales (Rioja, Murcia, Cantabria, Madrid y Asturias) sus antiguas diputaciones provinciales fueron subsumidas por las instituciones de las Comunidades Autonómas cuando se puso en marcha el Estado de las Autonomías. 

La principal función de las “diputaciones provinciales” (DP) es colaborar con los ayuntamientos en la gestión municipal, teniendo bastante limitadas sus competencias fuera de ese ámbito de gestión. Respecto a su organización política, en cada DP hay un Presidente, una Junta de Gobierno y un Pleno. La elección de los miembros del Pleno es por vía indirecta entre los concejales de los ayuntamientos de la provincia, y su número oscila entre 51 y 25 según el tamaño de la población residente en ese ámbito territorial. La elección se hace agrupando en circunscripciones (coincidentes con los “partidos judiciales”) a los concejales elegidos en las elecciones municipales. A cada circunscripción le corresponde un determinado número de diputados según su población, y es el Pleno el que elige al Presidente de la DP.

El segundo tipo es el formado por las “diputaciones forales”, que en número de cuatro existen en las tres provincias del País Vasco y en la uniprovincial de Navarra (donde la diputación foral coincide con las instituciones del gobierno autonómico, conservando en la comunidad navarra su histórica denominación, algo que no ocurre con las demás comunidades uniprovinciales). Los miembros del Pleno de las DF se eligen por sufragio directo, y tienen competencias mucho más amplias que las diputaciones provinciales (incluyendo la de recaudación fiscal).

El tercer tipo de entidades provinciales está formado por los 7 “cabildos” de Canarias y los 4 “consejos insulares” de Baleares, que tienen también un amplio conjunto de competencias en materia de gestión del correspondiente territorio insular y sus miembros son también elegidos por sufragio directo.

Desde el punto de vista constitucional, la protección jurídica de estos tres tipos de entidades provinciales varía de unos a otros. Así, mientras que las DF y los “cabildos” y “consejos insultares” gozan de una elevada protección, no ocurre lo mismo con las DP. En el caso de las 38 DP, el art. 141 de la Constitución sólo establece que “el gobierno y la administración autónoma de las provincias estarán encomendados a Diputaciones u otras corporaciones de carácter representativo”. Ello abre la puerta a que, sin reformar la Constitución, se puedan disolver las DP y pasar sus tareas de gestión a otro tipo de entidades corporativas (como consejos de alcaldes o algo parecido). Por el contrario, para disolver las forales y los cabildos y consejos insulares, sería necesaria una reforma constitucional. Esta ha sido, entre otras, una de las razones por las que sólo se ha incluido la disolución de las DP en el pacto PSOE-Cs.

Aspectos económicos de las Diputaciones Provinciales

Centrándonos sólo en las “diputaciones provinciales”, que son las que están siendo objeto de debate político en estos días, cabe señalar, en cuanto a su coste y financiación, que las 38 DP disponen de un presupuesto anual de 6.400 millones de euros para 2016 (algo menos del 0,7% de nuestro PIB), y que la media del gasto de cada DP es de 130 millones de euros al año.

No obstante, hay una gran heterogeneidad entre ellas en cuanto a su coste: por ejemplo, la de Barcelona, que es la más grande, tiene un presupuesto de gasto de 820 millones para el año 2016, seguida de la de Valencia (449 millones) y Sevilla (437 millones). Las que menos gastan son las de Segovia (53 millones) y la de Soria (48 millones). En lo que se refiere al personal que trabaja en ellas, asciende a algo más de 60.000 personas (un 45% funcionarios y un 55% contratados), siendo muy variables de unas a otras. Ese personal representa algo más del 2,4% del total de funcionarios existente en todas las administraciones públicas en España (que como se sabe está en torno a las 2,5 millones personas).

Respecto a la financiación de las DP, procede en un 70% de su participación en los tributos recaudados por el Estado (sobre la base de los rendimientos que no hayan sido objeto de cesión a las CC.AA.), y el 30% restante proviene de los ingresos por los servicios que prestan a los ayuntamientos, y del Fondo Complementario de Compensación. Los ingresos que reciben por la participación en los tributos estatales están regulados por la Ley Reguladora de las Haciendas Locales (Real Decreto Legislativo 2/2004 de 5 de marzo) y proceden de tres fuentes: el 0,9936% de la cuota líquida del IRPF; el 1,0538% de la recaudación líquida por el IVA imputable a cada provincia o ente asimilado, y el 1,2044% de la recaudación líquida imputable a cada provincia o ente asimilado por algunos Impuestos Especiales que recaen sobre determinados productos (cerveza, vino y bebidas fermentadas, productos intermedios, alcohol y bebidas derivadas, hidrocarburos y labores del tabaco).

Aunque con menos competencias que las DF o los “cabildos” y “consejos insulares”, las DP desempeñan importantes funciones en la prestación de diversos servicios a los municipios que por su pequeño tamaño no tienen capacidad para ofrecerlos por sí solos. Servicios de saneamiento, agua, recogida de residuos, asistencia social, educación, extinción de incendios, arreglo de caminos,… forman parte de las funciones que ejercen las diputaciones. Algunas de esas funciones son residuos de su larga historia y se solapan con las que desempeñan los gobiernos autonómicos en las provincias (como los centros educativos o de servicios sociales, y las fincas experimentales que aún gestionan algunas DP), pero otras funciones ocupan un espacio de prestación de servicios que, hoy por hoy, no es cumplimentado por otras instituciones.

Como es obvio, unas DP prestan esos servicios con más eficiencia y son mejor gestionadas que otras, pero lo que es indudable es que muchas de esas funciones son necesarias y que si no existieran las diputaciones provinciales tendrían que ser desempeñadas por entidades de naturaleza intermedia similar. Quizá podrían ser desempeñadas por los gobiernos autonómicos en CC.AA. de reducida extensión, pero en las de grandes extensiones y gran número de municipios sería lógico que hubiera algunas entidades intermedias encargadas de esas funciones (bien de ámbito comarcal, como ya ocurre con las mancomunidades de municipios, o de ámbito provincial).

Si hoy se tuviera que decidir sobre la constitución de las DP tal como las conocemos, lo más probable es que no se crearían, pero la realidad es que ya existen, disponen de personal técnico y administrativo y la mayor parte de los servicios que prestan son necesarios. Por ello, más que eliminarlas, lo que hay que procurar es introducir reformas que mejoren su funcionamiento.

Algunas propuestas de reforma

Mientras que no se reforme la Constitución, el nivel provincial está reconocido como parte de la estructura territorial del Estado, por lo que tendrán que seguir existiendo entidades públicas si no idénticas, sí de características similares a las DP. Su disolución es una propuesta legítima, pero también lo es su reforma, opción que me parece más razonable y la que menos coste político y económico tendría.

En el sentido de la reforma, lo primero que habría que hacer es vaciarlas de contenido político, y convertirlas en organismos exclusivamente dedicados a la gestión y prestación de servicios a los municipios de menor tamaño. Esa tarea podría seguir siendo desempeñada por las actuales DP con el personal técnico-administrativo con que cuentan, adaptado a sus nuevas funciones y organizado mediante el sistema habitual en la administración pública. Vaciarlas de contenido político significaría que sus órganos de gobierno fueran meras agrupaciones de alcaldes de los municipios de menos de 20.000 habitantes, sin recibir remuneración económica alguna por formar parte de esos órganos ni tener ninguna cohorte de asesores y demás personal de libre designación. De ese modo, las diputaciones dejarían de ser feudos de determinadas familias políticas y no habría tentación alguna de utilizarlas como plataformas de ascenso político o de compensaciones en las luchas internas de los partidos.

Otra tarea a realizar sería redefinir sus funciones, eliminando aquéllas que se solapan con las que ejercen las CC.AA. y coordinando sus actividades de prestación de servicios con las desarrolladas por las distintas consejerías del gobierno autonómico en cada provincia. Finalmente, habría que descentralizar sus tareas de manera que las DP se conviertan en estructuras descentralizadas de entes comarcales (mancomunidades o similares), en estrecho contacto con los que ya existen a ese nivel (oficinas comarcales agrarias, grupos de desarrollo rural,…)

En definitiva, la disolución de las DP no parece que vaya a tener efectos positivos en la organización territorial del Estado, por cuanto que muchas de sus funciones son necesarias para la cohesión de los pequeños municipios. Tampoco significaría un importante ahorro de gasto público como muchos ciudadanos creen, ya que el actual personal funcionario que trabaja en esos organismos tendría que ser mantenido en sus puestos o trasladado a otras entidades públicas de naturaleza similar con el salario que ahora reciben. Sin duda que hay que reformarlas, y por eso bienvenido sea el debate en torno a las DP.

martes, 8 de marzo de 2016

SOBRE EL SINDICALISMO

Mañana comienza el 42 Congreso de la UGT que, entre otras cosas, relevará en su puesto de Secretario General a Cándido Méndez tras más de veinte años al frente de la dirección del sindicato. Más de 600 delegados, representando a 9 federaciones sectoriales y 19 uniones territoriales, y a casi un millón de afiliados, elegirán a una nueva comisión ejecutiva y definirán las líneas estratégicas de la UGT para los próximos años. Con motivo de ese acontecimiento, me permito compartir unas reflexiones sobre el sindicalismo.

Una democracia no puede funcionar sin una sociedad civil autónoma y bien organizada, que actúe como contrapeso a los poderes institucionales (legislativo, ejecutivo y judicial). La existencia de grupos organizados de intereses en los distintos ámbitos de la vida económica y social, es un elemento fundamental para que los ciudadanos puedan tener voz en las decisiones de los poderes públicos, más allá de ejercer el derecho de voto cada cuatro años.

En una economía de mercado, donde, junto a la libertad e iniciativa individual, se reflejan las desigualdades económicas y sociales, el sindicalismo desempeña una función esencial al representar los intereses de los grupos vinculados al mundo laboral. Sin los sindicatos, los trabajadores sólo tendrían, en el ejercicio de sus derechos, el amparo de leyes y normativas laborales en cuya aplicación práctica también se reflejan, como se comprueba día a día, las desigualdades existentes.

Así ha sido a lo largo de los últimos cien años en todas las democracias occidentales, y así lo reconocimos en España cuando iniciamos la transición democrática a finales de los años 70. Nadie entonces ponía en duda el papel positivo de los sindicatos, y todos valoramos su aportación a la consolidación del sistema democrático en nuestro país. Dirigentes sindicales como Marcelino Camacho o Nicolás Redondo forman parte del paisaje de la historia de la democracia española por su indiscutible contribución a poner las bases de nuestro sistema de libertades.

Hoy, por el contrario, no es fácil  encontrar voces favorables al sindicalismo. Es habitual declararse cuando menos asindicalista o manifestarse en contra de los sindicatos, a los que se les atribuye todo tipo de perversiones (corrupción, clientelismo, nepotismo, corporativismo,…) y se les hace responsables del desaguisado en que nos hemos metido como país. Pocos se atreven a dar en público una opinión favorable a los sindicatos; ni siquiera se atreven los propios sindicalistas, que, ante la ola antisindical, reculan y guardan silencio ante la avalancha de improperios que reciben.

Sin embargo, ante la grave crisis económica, y ante las duras reformas que afectan sobre todo al mundo laboral, nunca han sido más necesarios que ahora los sindicatos. Son necesarios sus líderes nacionales, que, con su voz disonante, ponen el necesario contrapunto al discurso dominante de la clase política. Pero también son necesarios sus cuadros intermedios, imprescindibles para la negociación colectiva y para supervisar el cumplimiento de las condiciones laborales en el mundo de la empresa (más de 250 mil delegados elegidos en casi 80 mil procesos electorales representan los intereses de los trabajadores en ese ámbito).

Y qué decir de los tan vilipendiados “liberados sindicales”. En un contexto tan complejo como el de hoy, en el que se han reducido mucho los derechos laborales, ¿qué sería de los trabajadores de pequeñas empresas donde no existe representación sindical alguna, sin la ayuda de los liberados sindicales visitando uno a uno los centros de trabajo, informando y recogiendo las reclamaciones de los trabajadores?.

Como en toda institución, hay cosas mejorables en el sindicalismo, y hay personas que no ejercen sus funciones con la debida dedicación y eficiencia. Eso ocurre en el mundo de las asociaciones empresariales o en el de los partidos políticos. También sucede en ámbitos profesionales tan nobles como la abogacía, la judicatura, la medicina o la educación,  y no por eso las vilipendiamos con la dureza como lo hacemos con los sindicatos.

Hay que recordar que el sindicalismo es una institución de más de cien años de historia, que ha contribuido a muchas de las conquistas sociales que hoy disfrutamos en el mundo del trabajo. Por supuesto que tiene que adaptarse a los nuevos tiempos y que tiene que innovar para relacionarse mejor con los trabajadores (y con los que no tienen trabajo) y para ser más eficientes en sus funciones de reivindicación y defensa del mundo laboral y de los trabajadores autónomos. Pero el reto de la innovación afecta a todas las entidades, tanto públicas como privadas. El sindicalismo no puede ser una excepción si quiere sobrevivir a los cambios en curso. No lo tiene fácil en estos tiempos tan convulsos en los que surgen nuevas formas de relacionarse con el mundo del trabajo y donde el ámbito tradicional de la empresa experimenta mutaciones que eran inimaginables hace sólo un par de décadas. Aun así, el sindicalismo es necesario, ya que, sin los sindicatos, la democracia estaría mutilada.