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miércoles, 14 de marzo de 2018


LA  ENCÍCLICA   #LAUDATO  SI’   
SOBRE   ECOLOGÍA   INTEGRAL   

A los cinco años del acceso al pontificado, la encíclica Laudato si’ del Papa Francisco destaca como uno de los textos más relevantes de su papado. Se publicó en mayo de 2015, meses antes de la firma del Acuerdo de París sobre el Clima, con una clara intención de influir en esta cumbre internacional que acabó sustituyendo el Protocolo de Kioto (vigente desde 1997).

Es una encíclica de inspiración franciscana que comienza con la expresión Laudato si’ (Alabado seas mi señor,…), frase con la que se inicia el bello “Cántico de las criaturas” de San Francisco de Asís. En ella el Papa Francisco señala cómo el santo de Asís, en su hermoso cántico, nos habla de nuestra hermana tierra, “que nos sustenta y gobierna, y que produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas”.

La importancia de la Laudato si’ en la creciente preocupación por el medio ambiente radica en cuatro aspectos: i) su resonancia en la comunidad católica de creyentes; ii) su vocación de universalidad (al ser una apelación al conjunto de los ciudadanos, sean o no católicos); iii) su contribución a la conciencia ambiental, y iv) la articulación de su contenido temático en torno a un discurso ecológico integral.

Su resonancia y vocación de universalidad

Respecto a su resonancia, es obvia la importancia que tienen las encíclicas papales, dada la amplitud de la comunidad católica de creyentes (la primera más grande del mundo, con casi 1.300 millones de fieles, según datos del Anuario Pontificio de 2017, que equivalen al 17,7% de la población mundial). Su influyente red capilar extendida por los millares de parroquias que existen por todo el mundo, así como de los centros de enseñanza católica y de las diversas entidades asistenciales dependientes de la Iglesia, la convierte en una potente fuerza de concienciación social.

Así ocurrió con la Rerum Novarum (1891) de León XIII y la Quadragesimo Anno (1931) de Pío XI (que tuvieron un efecto relevante en la participación social y política de los católicos impulsando la creación de la democracia cristiana y los movimientos de acción católica). También, con la Pacem in Terri (1963) de Juan XXII (que impulsó el apoyo de la Iglesia al cambio democrático en países de regímenes dictatoriales) y la Populorum Progressio (1967) de Pablo VI (que supuso el reconocimiento de los problemas de la pobreza como efecto del modelo de desarrollo económico y la implicación de los católicos en la lucha contra las causas del subdesarrollo).

Pero, a diferencia de otras encíclicas, destinadas en exclusiva a la comunidad de creyentes, la Laudato si’ no se dirige sólo a los católicos, sino que su finalidad es promover el diálogo entre creyentes y no creyentes en torno a los temas relacionados con la protección y conservación del medio ambiente, radicando ahí su singularidad.

De hecho, en sus primeras líneas el Papa Francisco señala que es necesario entrar “en diálogo con todos sobre nuestra casa común”, y recuerda también cómo otras iglesias y comunidades cristianas, así como otras religiones, han “desarrollado una profunda preocupación y una valiosa reflexión sobre el tema de la ecología”.

Su contribución a la conciencia ambiental

Otra particularidad de la encíclica Laudato si’ es que, a diferencia de los informes científicos (centrados en aspectos parciales o sectoriales), aborda el tema ecológico de un modo integral. Es decir, hace referencia no sólo a su dimensión afectiva (sentimiento de identificación con los problemas ambientales), sino también a sus dimensiones cognitiva (conocimiento) y activa (conducta) y a todo lo relacionado con las políticas públicas.

La dimensión afectiva de la conciencia ambiental se observa ya en los primeros párrafos de la Encíclica cuando señala que nuestra “hermana tierra clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella”.

Añade el Papa Francisco que “hemos crecido pensando que somos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla”, y que hemos olvidado que “nosotros mismos somos tierra, y que nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta: el aire, que nos da el aliento, y el agua, que nos vivifica y restaura”.

En este bello preámbulo, la Encíclica apela a los sentimientos de identificación de todos los seres humanos con la naturaleza, y manifiesta su preocupación por el deterioro y expolio que sufren los recursos naturales del planeta, generando una relación de empatía y orientando las conductas de los ciudadanos hacia un uso racional y sostenible.

Pero la encíclica aporta también información para que la conciencia ambiental se desarrolle sobre bases científicas y objetivas. En ella, el Papa Francisco asume los descubrimientos científicos más recientes en materia ambiental, y los desarrolla en varias secciones. En ellas, no sólo trata de los problemas que suelen llamarse “macro-ecológicos” (cambio climático, capa de ozono, deforestación,…), sino también de los micro-ecológicos (gestión del agua, incendios forestales, residuos sólidos, abandono de los campos,…).

El Papa Francisco se sitúa claramente del lado de los avances científicos que reconocen el problema del cambio climático.  El eco que este posicionamiento puede tener dentro de la comunidad católica es de una importancia extraordinaria, ya que da argumentos sólidos a los creyentes para salir al paso de los que “niegan” la evidencia del calentamiento global. Además, exhorta a los pastores de la Iglesia a concienciar a la comunidad de fieles en el sentimiento y preocupación por los problemas ambientales, haciéndolos partícipes del "cuidado de la casa común” de la que habla el Papa Francisco y que es el subtítulo de la Laudato si’.

Asimismo, la Encíclica denuncia la falta de utilidad de las políticas públicas debido a la prioridad que se le suele conceder a los intereses económicos, y apela a la ciudadanía para que exija de los gobernantes políticas más eficaces en los temas ambientales. En este sentido, el Papa Francisco reflexiona sobre el modelo tecnológico imperante, reconociendo que, si bien la tecnología contribuye a la mejora de las condiciones de vida, da “a quienes tienen el conocimiento, y sobre todo el poder económico de utilizarlo, un dominio impresionante sobre el conjunto de la humanidad y del planeta entero”.

Por ello, denuncia las lógicas del dominio tecnocrático por cuanto son las que, en su opinión, llevan a destruir la naturaleza y a explotar a las personas y las poblaciones más débiles. Señala, además, que “el paradigma tecnocrático tiende a ejercer también su dominio sobre la economía y la política” impidiéndonos reconocer que el “mercado por sí mismo no garantiza el desarrollo humano integral ni la inclusión social”.

Todas esas reflexiones convergen en el reconocimiento de que en nuestra época hay un exceso de antropocentrismo, en la medida en que el “ser humano ya no reconoce su posición justa respecto al mundo, asumiendo una postura autorreferencial, centrada exclusivamente en sí mismo y en su poder”. De ahí, según la Encíclica, se derivaría una lógica de “usar y tirar”, que justifica todo tipo de “descarte” (sea éste humano o ambiental) y que trata al otro y a la naturaleza como un simple objeto, conduciendo a otras formas de dominio.

Esta lógica deriva, en opinión del Papa Francisco, a problemas tales como la explotación infantil, el abandono de los ancianos o el reducir a otros a la esclavitud. Además, conduce a sobrevalorar las capacidades del mercado para autorregularse o a practicar la trata de seres humanos y el comercio de pieles de animales en peligro de extinción, “diamantes ensangrentados” o materias primas de gran valor para los países ricos.

En esa misma línea, el Papa Francisco denuncia la “concentración de tierras productivas en manos de pocos” o el acaparamiento de tierras con fines especulativos en Africa por parte de grandes inversores o incluso de las grandes potencias (land grabbing), pensando en concreto en los pequeños campesinos de los países en vía de desarrollo.

Su contribución a la Ecología integral

El núcleo de la Encíclica es, en definitiva, su apuesta por una Ecología Integral como nuevo paradigma de justicia, una ecología que “incorpore el lugar peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que le rodea”.

Para el Papa Francisco hay un vínculo entre los asuntos ambientales y las cuestiones sociales, por lo que “el análisis de los problemas ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares, laborales, urbanos,…”. “No hay dos crisis separadas: una, ambiental, y otra social”, señala, “sino una única y compleja crisis socioambiental”.

Para el Papa Francisco, la “Ecología Integral” debe tener efectos en la vida cotidiana y los hábitos de comportamiento de los ciudadanos. En el capítulo V de la Encíclica se afronta la pregunta de qué podemos hacer, ya que, como dice el Papa, “los análisis no bastan, sino que se requiere propuestas de diálogo y acción que involucren tanto a cada uno de nosotros, como a la política internacional, para que nos ayuden a salir de la espiral de autodestrucción en la que nos estamos sumergiendo”.

No obstante, plantea que la construcción de caminos no se puede afrontar de manera sectaria, superficial o reduccionista, siendo indispensable el diálogo. Por ello, plantea la necesidad de contar con nuevos sistemas de gobernanza global para toda la “gama de los llamados bienes comunes globales”, ya que, en su opinión, “la protección ambiental no puede asegurarse sólo en base al cálculo financiero de costes y beneficios”. El medio ambiente, afirma, es “uno de esos bienes que los mecanismos del mercado no son capaces de defender o de promover adecuadamente”.

Finalmente, pone énfasis en la educación y la formación como base para afrontar lo que el Papa Francisco llama la “conversión ecológica” apelando al papel de la escuela, la familia, los medios de comunicación, la catequesis,… en esa necesaria conversión".

La conclusión es, como ya lo planteó en su exhortación Evangelii Gaudium (2013), “apostar por otro estilo de vida”, que abra la posibilidad de “ejercer una sana presión sobre quienes detentan el poder político, económico y social”. Por ello, apuesta por impulsar cambios en los hábitos y comportamientos cotidianos, desde la reducción del consumo de agua a la separación de residuos o el ahorro energético en los hogares.

“Una ecología integral, dice, también está hecha de simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento o del egoísmo”. En este sentido señala que “la sobriedad que se vive con libertad y conciencia, es liberadora” y aboga por lo que ahora se denomina “economía circular”, como antítesis de la economía del descarte y del consumismo sin límites y del despilfarro, que ha dominado nuestras vidas en el último siglo, situándose en sintonía con los movimientos slow-slow tan extendidos hoy en día.

Potencialidades y limitaciones

En este tipo de documentos que se sustentan en una base moral, cabe siempre preguntarse sobre sus potencialidades y limitaciones. Tal como ha ocurrido con las encíclicas ya mencionadas, no hemos de infravalorar su potencial, dada la gran amplitud y extensión de la comunidad católica. De hecho, la amplia red de entidades vinculadas a la Iglesia católica constituye un formidable tejido de concienciación social a través del cual los principios y argumentos de la encíclica Laudato si’ en pro de la defensa y protección del medio ambiente pueden extenderse removiendo conciencias y orientando las acciones ciudadanas tanto a nivel individual como colectivo.

Sin embargo, a pesar del potencial que encierra, son evidentes las limitaciones de la Laudato si’, y más en asuntos que tienen que ver con el modelo económico dominante, un modelo cuya lógica se fundamenta en la búsqueda del beneficio individual, y en el hecho de que para lograrlo no le importa expoliar sin freno los recursos naturales.

De ahí que las limitaciones de la Laudato si’ son innegables, ya que la lógica del modelo económico capitalista está interiorizada en el conjunto de los ciudadanos y se impone en las acciones de los gobiernos como una lógica inexorable que no podría modificarse a riesgo de generar problemas de falta de crecimiento económico y de provocar desempleo.

No obstante, en un momento como el actual en que son los grandes actores del propio sistema económico los que comienzan a tomar conciencia de los límites del actual modelo de desarrollo y de sus efectos perniciosos sobre el medio ambiente, una encíclica como la Laudato si’ tiene un gran potencial como soporte moral de los gobernantes, así como elemento activador de la conciencia ciudadana e impulsor de cambios en las actitudes y comportamiento de la población.

domingo, 5 de junio de 2016

SOBRE   LAS   “RESERVAS   DE   LA   BIOSFERA”


(texto basado en los resultados de la tesis doctoral de Joel Maximiliano Martínez sobre la reserva de “La Sepultura”, en el estado mexicano de Chiapas, realizada bajo mi dirección
en la Universidad de Córdoba y leída el pasado mes de mayo)


Casi el 13% de la superficie terrestre a nivel mundial y casi el 2% del área oceánica, se ven afectados por algún programa de protección de la naturaleza, habiendo aumentado en los últimos diez años. Ello significa que la gestión de dichos espacios naturales está bajo la responsabilidad de entidades públicas (sobre todo, de las que tienen competencias en materia de medio ambiente).

Algunos autores señalan que no se puede caer en la autocomplacencia, ya que, a pesar de las políticas de protección, el deterioro de los espacios naturales avanza de forma inexorable, mostrando las limitaciones de esas políticas. De ahí que se considere que proteger la naturaleza no es sólo un tema de conservación de determinadas áreas, sino una cuestión más compleja que exige tener en cuenta no sólo los elementos que afectan directamente a los ecosistemas, sino también los que se refieren a las condiciones de vida de la población que reside en ellos.

Lo que se plantea es, por tanto, ampliar el paradigma de la protección de la naturaleza sacándolo del reducido ámbito ecológico para integrarlo en el paradigma de la sostenibilidad (económica, social y ambiental).

El programa MaB de la UNESCO

El Programa sobre el Hombre y la Biosfera de la UNESCO (en adelante, MaB) (Man and Biosphere) iniciado en los años 1970, aborda de un modo integral el tema de la conservación de la naturaleza al hacer compatible este objetivo con el de la mejora del bienestar de la población que reside en los espacios naturales y que utiliza los recursos asociados a dichos territorios. A lo largo de sus más de cuarenta años de funcionamiento, el Programa ha ido centrando sus actuaciones en la figura de la “reserva de la biosfera” (REBI).

Las REBIs son, por tanto, un reconocimiento que concede la UNESCO a determinados espacios naturales que, por su valor emblemático en materia de biodiversidad, deben ser protegidos mediante políticas destinadas a conciliar el objetivo de la “conservación” de la naturaleza y el del “desarrollo económico y social”.

El reconocimiento puede concederse, por tanto, a áreas terrestres, costeras o marinas representativas por su valor único desde el punto de vista de la biodiversidad, y siempre que la población humana y sus actividades sean parte integral de ellas. La declaración de una zona como REBI debe implicar el desarrollo de programas de protección apoyados en bases científicas, así como en el conocimiento y saberes locales y en la identidad cultural de la población.

Actualmente, existen a nivel mundial 650 reservas de la biosfera reconocidas por el programa MaB de la UNESCO e integradas en la “Red Mundial de Reservas de la Biosfera”. En España son 47 las áreas naturales reconocidas por la UNESCO como reservas (en Andalucía, están las de Sierra de Grazalema, Doñana, Cabo de Gata-Níjar, Sierra Nevada o Sierra de las Nieves, Cazorla-Segura-Las Villas, Dehesas de Sierra Morena)

En toda REBI deben quedar bien delimitadas tres zonas geográficas. La primera es la “zona núcleo”, cuyos rasgos ecológicos son los que justifican la creación de la reserva, siendo, por ello, la zona mejor conservada por contener el mayor grado de biodiversidad. Esta zona debe estar dotada, por tanto, de instrumentos legales de máxima protección en el marco de cada legislación nacional (en el caso español, la zona núcleo de nuestras REBIs está protegida por la figura de “parque natural”). De ese modo se garantiza tanto la conservación de los componentes más valiosos y representativos del correspondiente espacio natural, como la preservación de los servicios ambientales que proporciona.

Alrededor de la “zona núcleo” se encuentra la “zona de amortiguamiento o tampón” (buffer zone), donde se puede permitir la realización de actividades que sean compatibles con la conservación y que puedan contribuir al desarrollo de la investigación, la educación ambiental, la utilización de los modelos tradicionales de aprovechamiento,… En esta “zona tampón” se pueden autorizar, por tanto, actividades productivas, pero siempre que sean de bajo impacto e intensidad, con objeto de reducir sus posibles efectos sobre la “zona núcleo”.

Rodeando a esta segunda zona existe la “zona de transición”, donde se pueden autorizar actividades agrarias e industriales y donde tiene lugar la realización de acciones destinadas específicamente a promover el “desarrollo y bienestar” de la población local, pero con criterios de sostenibilidad. Para el cumplimento de las funciones de cada zona, se utilizan ciertas herramientas de actuación sobre el territorio, tales como la planificación territorial, los procesos participativos de los agentes implicados (decisores, técnicos, población local, grupos de interés,…), los sistemas de gobernanza o los mecanismos de coordinación.

La política de REBIs es la única política de protección de espacios naturales cuyo objetivo específico es preservar la biodiversidad conciliándolo con el desarrollo y el bienestar de las poblaciones locales. Constituye, por tanto, una figura de protección en la que explícitamente se incluye a la población local como actor clave en la gestión de los espacios naturales. Además, son políticas que permiten construir una relación de mutuo acercamiento entre los gestores públicos, la comunidad científica y las poblaciones locales.

Limitaciones de las políticas de protección

Análisis comparados entre REBIS situadas en diferentes contextos sociales y económicos, muestran las limitaciones que encuentran estas políticas de protección de la naturaleza en territorios donde se carece de las infraestructuras y equipamientos necesarios para asegurar el desarrollo y bienestar de la población local. En tales casos se manifiestan las contradicciones de políticas como ésta de la REBIs.

Si bien persiguen objetivos integrales de sostenibilidad ambiental, económica y social, estas políticas son, sin embargo, diseñadas por departamentos sectoriales, como los de medio ambiente, cuya lógica de conservación de los ecosistemas les lleva a estar más preocupados por el logro de los objetivos ambientales que de los relacionados con el desarrollo y el bienestar de la población.

De ese modo, las acciones emprendidas desde los departamentos de medio ambiente, aunque puedan obtener algunos resultados positivos gracias a los sistemas de incentivos económicos (por ejemplo, los “pagos por servicios ambientales”), se ven limitadas por las carencias existentes en esos otros ámbitos. Así, los objetivos de conservación acaban siendo negativamente afectados por la falta de infraestructuras y equipamientos en el territorio de la reserva.

Esto nos conduce a la reflexión final de que no es posible conciliar mediante políticas sectoriales los objetivos de la “conservación de los ecosistemas” y el “desarrollo y bienestar de la población” en territorios donde existen graves carencias en infraestructuras, servicios y equipamientos básicos. Sólo políticas integrales, diseñadas y aplicadas de manera coordinada por diversas instancias administrativas (medio ambiente, educación, salud, servicios sociales, fomento,…), pueden hacer posible la conciliación de esos dos objetivos. Estos dos objetivos son los que le dan a la figura de la REBI su singularidad respecto a otras figuras de protección de la naturaleza (como las de la red Natura 2000 de la UE, cuyo objetivo fundamental es la conservación).

Esta es la principal conclusión del trabajo de tesis doctoral realizada, bajo mi dirección, por el doctorando Joel Maximiliano Martínez en la Reserva de la Biosfera de “La Sepultura”, en el estado mexicano de Chiapas.

martes, 24 de mayo de 2016

EL   "ACUERDO   DE   PARIS"  
SOBRE   CAMBIO   CLIMATICO


Hay problemas que, por su dimensión global, no pueden ser tratados a nivel de un solo país, ni siquiera de un grupo de países, por lo que sólo cabe hacerlo en instituciones internacionales como Naciones Unidas. Ese es el caso del cambio climático, reconocido ya como uno de los más graves problemas globales que afectan a nuestro planeta y que, por ello, trasciende el ámbito regional o nacional.

El “Acuerdo de París”, suscrito el pasado 12 de diciembre en la capital francesa y firmado solemnemente en Nueva York el 22 de abril de este año 2016 (con motivo del Día de la Tierra), es una buena muestra de la utilidad de algunas instituciones internacionales para tratar asuntos globales.

El contexto

Nuestro planeta ha experimentado, por razones naturales, variaciones en el clima a lo largo de su historia (las glaciaciones son un ejemplo). Sin embargo, cuando hablamos del problema del “cambio climático” nos estamos refiriendo a variaciones climáticas ocasionadas por la acción de los seres humanos, vinculada a nuestros sistemas de desarrollo económico.

Este  problema se manifiesta de varias maneras, siendo la más relevante la subida de la temperatura media del planeta (calentamiento global) y la alteración de las estaciones climáticas y de la intensidad pluviométrica. Asociados al fenómeno del cambio climático, están los problemas de disminución de especies naturales (pérdida de biodiversidad biológica) y de aumento de la superficie de zonas áridas (desertificación).

Respecto a sus causas más inmediatas, cada vez hay más evidencia científica de que, en relación al calentamiento global, una de esas causas es la elevada concentración en la atmósfera de los llamados “gases de efecto invernadero” (GEI) (sobre todo, CO₂ y metano), provocada por las emisiones que generan los modelos productivos basados en la masiva utilización de combustibles fósiles como fuente de energía.

Dado que, según el grado de desarrollo económico, los países emiten diferentes niveles de estos gases (GEI), ha habido serias divergencias sobre cómo abordar este problema, debido a las distintas repercusiones que su tratamiento podría tener en los sistemas económicos y sociales. Una reducción de las emisiones conllevaría inevitablemente un cambio en los modelos productivos, que no todos los países están en condiciones de afrontar. Además, los países menos desarrollados consideran, con razón, que no tienen la misma responsabilidad que los más desarrollados en la generación del problema del cambio climático al emitir menores cantidades de gases GEI a la atmósfera, aunque lo sufran de igual modo y con menos recursos para hacerle frente. Y consideran también que no se les puede limitar el desarrollo de sus economías, ya de por sí bastante atrasadas, con la excusa de que es necesario disminuir el uso de combustibles fósiles para combatir el cambio climático.

A pesar de esas divergencias, siempre ha existido un amplio consenso sobre la necesidad de la cooperación internacional para afrontar este problema, dada la imposibilidad de solucionarlo con medidas adoptadas de manera separada por cada gobierno nacional. De ahí que haya sido el marco de las Naciones Unidas el más apropiado para tratar los asuntos relacionados con el cambio climático, considerado ya como un problema “global” que forma parte de la agenda política internacional.

Los antecedentes

La primera vez que se habló a nivel internacional sobre el problema del cambio climático fue en la Conferencia Mundial sobre el Clima, celebrada en Ginebra en 1979 y organizada por la OMM (Organización Meteorológica Mundial), organismo especializado de la ONU.

A raíz de ello, Naciones Unidas aprobó el Programa Mundial sobre el Clima, y en 1988 creó un Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) encargado de elaborar informes científicos sobre la evolución de este problema. Consciente de la magnitud que iba tomando el problema del cambio climático y de la necesidad de la cooperación internacional para abordarlo, el IPCC propuso la redacción de un tratado internacional sobre este asunto.

Fue a raíz de la llamada “Cumbre de la Tierra” celebrada en Río de Janeiro (1992), que Naciones Unidas dio a conocer tres convenciones internacionales relacionadas con esta materia: una convención-marco sobre cambio climático (CMNUCC) y otras dos asociadas a aquélla (la CNUDB sobre biodiversidad y la CNULD sobre desertificación). Son convenciones a las que, desde su constitución, se han ido adhiriendo de forma voluntaria los distintos Estados miembros de la ONU (denominadas “partes contratantes”).

Al estar los tres temas interrelacionados, se ha creado incluso un “grupo común de enlace” para coordinar las acciones promovidas desde cada uno de esos tratados o convenciones, y para organizar las correspondientes conferencias anuales de las partes contratantes (COP). Desde que en 1994 entró en vigor la citada convención-marco sobre cambio climático (CMNUCC), se han celebrado 21 de esas conferencias internacionales, siendo la última la que tuvo lugar en París en los meses de noviembre-diciembre del pasado año.

La COP-21 celebrada en la capital francesa finalizó, como he señalado, con la firma del llamado “Acuerdo de París”, suscrito en esta primera fase por los representantes de los Estados allí presentes. Este Acuerdo sucede al “Protocolo de Kioto” (1997), y se pretende que entre en vigor a partir del año 2020, siempre que sea ratificado al máximo nivel político por un mínimo de 55 Estados que sean responsables de, al menos, el 55% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).

La importancia del Acuerdo

La importancia del “Acuerdo de París” ha sido reconocida desde diversos círculos de opinión (incluidos los vinculados a las organizaciones ecologistas) sobre la base de los siguientes aspectos.

En primer lugar, se destaca su alcance político, al haber sido firmado por los representantes de 195 países (la práctica totalidad de los Estados que forman parte de la CMNUCC). Para medir ese alcance, baste recordar que el “Protocolo de Kioto” sólo fue suscrito por 37 países, que representaban entonces un exiguo 11% del total de las emisiones de gases GEI, y no lo suscribieron países de la talla de EE.UU., China, Rusia, Canadá y Japón, ni tampoco la mayor parte de los países en desarrollo.

En segundo lugar, su importancia radica en que, por primera vez, se reconoce, al más alto nivel político y con un amplio acuerdo internacional, que el problema del cambio climático es un hecho evidente y que las elevadas emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) son las principales responsables del aumento de la temperatura del planeta. Se admite también que esas emisiones no son naturales, sino provocadas por el alto consumo de combustibles fósiles en los modelos productivos imperantes. Se cierra así un largo periodo de discrepancias sobre la realidad del problema del “calentamiento global” y sus causas, al haberse alcanzado en París un amplio consenso en torno a la evidencia de que el problema existe y a la necesidad de abordarlo mediante la cooperación internacional.

En tercer lugar, la importancia del “Acuerdo de París” estriba en el status de tratado internacional que tiene. Eso significa que es legalmente vinculante, si bien es verdad que los mecanismos sancionadores para los países que lo incumplan se han dejado para un desarrollo posterior. No obstante, en el Acuerdo se establecen protocolos de supervisión y seguimiento para comprobar cada cinco años su grado de cumplimiento por parte de los Estados firmantes. En ausencia de sanciones, esto puede parecer un brindis al sol, pero no lo es, ya que los informes de seguimiento darán sólidos argumentos a las opiniones públicas nacionales e internacionales, y a los medios de comunicación, para señalar y criticar a los países que incumplan sus compromisos, además de su incidencia en las relaciones entre los Estados. Es una especie de sanción moral, con más efectividad de lo que pudiera pensarse, en estos tiempos en los que la opinión pública adquiere una influencia colosal en las sociedades democráticas.

En cuarto lugar, el Acuerdo fija objetivos concretos, como el de que no suba la temperatura media del planeta por encima de los 2ºC respecto a la que tenía en la época preindustrial (mediados del siglo XIX). Los informes de los expertos del IPCC indican que ya ha subido en torno a 1ºC y que si se continúa con el actual modelo productivo puede aumentar hasta 3ºC, lo que provocaría la subida del nivel del mar como consecuencia del deshielo polar, con resultados catastróficos para el conjunto del planeta. Conscientes de la gravedad del problema, los firmantes del “Acuerdo de París” han apostado de forma clara por impulsar modelos de producción menos dependientes de los combustibles fósiles, con objeto de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Pero también han apostado por frenar la deforestación e incluso impulsar una ampliación de la superficie forestal, dada la importancia de los bosques como sumideros en la fijación de CO₂ gracias a la función de fotosíntesis que realizan y que sirve para contrarrestar la excesiva concentración de estos gases en la atmósfera.

En quinto lugar, se reconoce en el Acuerdo que, si bien el problema del cambio climático afecta al conjunto del planeta, no todos los países tienen la misma responsabilidad en ello (al emitir distintas cantidades de gases GEI a la atmósfera), ni tampoco la misma capacidad para reorientar sus modelos productivos al ser diferentes sus niveles de desarrollo económico. Por eso, se plantea en el Acuerdo la necesidad de ayudar a los países pobres en la lucha contra el cambio climático, creándose para ello un fondo económico (fondo verde) dotado con recursos procedentes de los países más desarrollados. Se establece incluso el compromiso de dotar ese fondo con 100.000 millones de dólares anuales a partir de la entrada en vigor del Acuerdo, con posibilidad de que pueda aumentarse y de que los países emergentes que lo deseen puedan contribuir también al mismo.

En sexto lugar, otra novedad significativa del “Acuerdo de París” es que afecta a la práctica totalidad de las fuentes causantes de las emisiones de gases GEI, incluyendo los modelos de agricultura intensiva de alto consumo de productos químicos (fertilizantes, pesticidas, herbicidas,…), aunque excluyendo, por ahora, a la aviación y el transporte marítimo (que sólo representan el 10% de las emisiones, pero que son los sectores en los que se ha producido un mayor crecimiento en las dos últimas décadas).

En séptimo lugar, cabe destacar el compromiso adquirido por los países firmantes del Acuerdo de presentar “planes nacionales de reducción de emisiones”, algo que ya hicieron 187 países en la conferencia de París, mostrando así su firme voluntad de contribuir a la lucha contra el cambio climático. Estos planes, que deberán ser revisados al alza en los próximos años, incluye compromisos de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), pero también de promover modelos agrícolas y forestales más extensivos y sostenibles por, como he señalado, las funciones positivas que realizan en la absorción y captura del carbono presente en la atmósfera.

Conclusiones

Por todo lo anteriormente expuesto, cabe señalar que el “Acuerdo de París” supone un importante paso adelante respecto al “Protocolo de Kioto” en la lucha contra el cambio climático, al plantear objetivos equilibrados para reducir la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera, con el horizonte puesto en el año 2050.

Como en todo acuerdo internacional, la valoración puede centrarse en lo acordado o en lo que queda excluido del acuerdo. Desde mi punto de vista son más los aspectos positivos de lo aprobado en París, que los que pueden ponerse en el platillo negativo de la balanza por no haberse ido más lejos en los compromisos contraídos, tal como critican algunas ONGs que trabajan sobre estos temas.

Pero hay que recordar que, en el ámbito de la política (y el “Acuerdo de París” se sitúa en ese ámbito al ser sus firmantes los gobiernos de los Estados), las decisiones se toman según la lógica de lo posible (no de lo deseable). Lo acordado en París es el mínimo común denominador que ha sido posible consensuar entre los representantes de casi doscientos gobiernos con realidades e intereses muy distintos en relación a las causas y efectos del cambio climático.

Dada la complejidad de las negociaciones, se entiende la satisfacción de Laurent Fabius, ministro francés de Asuntos Exteriores, anfitrión de la COP-21, cuando al final de la conferencia se felicitaba por haberse alcanzado un acuerdo tan amplio sobre tantas cosas, aunque reconocía que todavía quedan pendientes asuntos importantes.

Ahora es el turno de las responsabilidades de los gobiernos para cumplir los compromisos contraídos. La primera prueba será cuando toque ratificar el “Acuerdo de París” en los respectivos parlamentos nacionales, cosa que, en algunos casos, no será fácil de lograr como ya ocurrió cuando la ratificación del “Protocolo de Kioto”, en la que muchos de los países que inicialmente lo suscribieron no lo ratificaron después.

Esperemos que no ocurra lo mismo con el “Acuerdo de París”, y que pueda entrar en vigor en 2020. Necesitamos que sea así por el bien de nuestro planeta y de todos los que vivimos en él.